José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
La Ciudad de México, entendiéndola como una extensión territorial que abarca tanto al centro como la periferia, fue dura, sinónimo [...]
16 diciembre, 2020
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
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Al oriente del fraccionamiento que desarrolló Luis Barragán en el Pedregal, se encuentra Ciudad Universitaria, una obra pública y colectiva a cargo de nombres paradigmáticos de la modernidad arquitectónica en México. Ciudad Universitaria puso en tensión la vieja dicotomía entre una arquitectura que represente la mexicanidad y una que exprese la pujante industrialización moderna del país. En el caso del proyecto para el campus de la Universidad Nacional Autónoma de México, esta discusión tendría una particular relevancia ya que Ciudad Universitaria está pensada como un conjunto de espacios que facilitan la educación, pero también como un mensaje dirigido a la juventud que construiría su futuro individual y el futuro social de la nación. Es posible esbozar aquí la idea del campus como un manifiesto ideológico. Además de los arquitectos que se involucraron, muralistas como Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y Juan O’Gorman contribuyeron a que Ciudad Universitaria se volviera un espacio donde se pensara en la patria mientras se estudia una carrera.
También es importante señalar que la iniciativa fue comandada por Miguel Alemán Valdés, primer presidente que no provenía de las filas del ejército revolucionario. Bajo su mandato, México iniciaría su camino a la profesionalización. La juventud no tendría que morir en batalla, sino que podría recibir su título universitario, laborar, reproducirse y morir. ¿Cómo, entonces, debía ser la arquitectura que expresara esta condición patriótica? Diego Rivera discutió ampliamente sobre el espíritu de los arquitectos que participaron en la construcción del campus. En su libro Diego Rivera y la arquitectura mexicana, Rafael López Rangel recoge algunas de las polémicas desatadas por el pintor respecto a cómo algunos arquitectos se decantaron por un programa corbusiano, mientras que otros proyectos, como el Estadio Olímpico, buscaron una expresión más acorde a lo local. “Le Corbusier era visto por Diego como el modelo de los arquitectos desnacionalizados”, dice López Rangel. “La búsqueda propia la representa el Estadio, los frontones y los campos deportivos de la Ciudad Universitaria del Pedregal. Estas obras, ‘pero sobre todo el estadio, reafirman sin imitar la gran tradición mexicana, con sentido actual’, afirma Rivera.”
Simplificando, podría decirse que la veta nacionalista se encuentra en la Biblioteca Central, y la moderna, por ejemplo, en la Facultad de Filosofía y Letras. Pero tal vez la ideología patriótica sea lo que da sentido al conjunto; lo que mantiene a Ciudad Universitaria como un remanso que paradójicamente se encuentra fuera del espacio-tiempo del país en el que se construyó. CU es una utopía, como señala Alfonso Fierro en “Donde termina la utopía: repensar las utopías urbanas de la posrevolución.” Fierro dice que las utopías mantienen la constante de aislarse de la realidad que habitan. Colonizar el Pedregal del sur de la Ciudad de México con una obra de tal envergadura puede leerse como un gesto de autoclausura. Dice Fierro:
Sabemos que, al planear Ciudad Universitaria, la idea principal detrás del proyecto era la de abandonar los edificios desperdigados el centro de la ciudad para construir un campus que funcionara como una suerte de ciudad-satélite donde todos los servicios necesarios para los estudiantes y profesores estuvieran cubiertos sin necesidad de salir de esa zona. Así, Ciudad Universitaria debía considerar no sólo salones, edificios administrativos e institutos, sino también canchas deportivas, comedores, dormitorios —que nunca llegaron a construirse—, hospital, espacios de recreo e incluso un centro cívico aledaño con iglesia. Todavía hoy, estudiar en CU significa a menudo no salir de ese satélite urbano en todo el día, pues apenas y hay necesidad. En textos que justificaron el proyecto original, como aquellos que aparecieron en el número 32 de Arquitectura México (1950), se argumenta que un proyecto como CU alejaría a los estudiantes de las zonas del vicio del centro de la ciudad —prostíbulos, cantinas, billares— y en cambio los conduciría al ejercicio físico y la profesionalización.
Contener todos los servicios es común a otros proyectos como Nonoalco-Tlatelolco o el Centro Urbano Presidente Alemán, pero el cultivo de la mens sana in corpore sano es algo propio de CU. El espacio debía forjar en los estudiantes una mentalidad muy específica. Si durante el periodo alemanista el campus de la UNAM construyó una identidad nacional, también lo hizo el melodrama. La industria del cine estaba muy bien estimulada por el Estado, y las abundantes películas que se produjeron durante la llamada Época de Oro hablaron sobre los grandes temas que preocuparon a un país que institucionalizaba la revolución. Por un lado, se profesionalizaban o burocratizaban los procesos que llevarían a México a la modernidad. Por otro, se debían educar los sentimientos.
Dirigida por Emilio Gómez Muriel, Padre nuestro (1953) narra la historia de la familia Molina durante una crisis económica. Lo primero que sabemos es que Don Carlos, encarnado por un hierático Carlos López Moctezuma, tomó dinero del banco en el que trabajaba para invertirlo en la bolsa de valores sin haber estudiado las consecuencias de los movimientos bursátiles, dinero que tuvo que pagar antes de su inminente despido. La falta de ingresos y la disminución de la posición social de la familia significó una deshonra que enfrentarían, a lo largo de la película, con la decencia que cualquier familia mexicana debía practicar. Si en Maldita ciudad (1954) de Ismael Rodríguez la familia queda trastocada por los riesgos de vivir en la ciudad, en la película de Gómez Muriel el abatimiento monetario es consecuencia de que la estructura familiar quede expuesta a más o menos las mismas corrupciones que narró Rodríguez en su cinta: los hijos varones se harían criminales; las hijas harían uso de su cuerpo para asegurarse un ingreso. Pero Gómez Muriel, para consuelo de su audiencia, mantiene algunos cimientos que dan calma a las turbulencias de sus protagonistas. Una de las hijas, la menos agraciada, se queda a ayudar en la casa a una mamá que no se quiere meter en las decisiones financieras a cargo del padre, de quien tiene fe que los podrá sacar adelante. Ella, simplemente, quiere mucho a su familia, y entre todos los miembros la mantienen en la vitrina de la inocencia o, más preciso, de la infantilización.
A pesar de los contratiempos, en Padre nuestro se afirman estas idiosincrasias que mantienen el orden al interior de la casa Molina y ante la sociedad. Resulta curioso que Ciudad Universitaria aparezca en una historia que enaltece la organización patriarcal de la familia. Uno de los hijos de Don Molina no puede buscar trabajo porque tiene un impedimento físico. Sin embargo, para contribuir a la economía de la casa, el muchacho a escondidas vende sus dibujos en la calle. Don Molina no sabía de su talento y, al ver que el vástago tiene habilidades, decide alentar las aspiraciones artísticas de su hijo —al contrario de lo que sucede con su hija mayor, quien es acosada sexualmente en una audición para un papel, porque otro no puede ser el destino de una mujer que quiere ser actriz. Don Molina va a visitar a un pintor, a quien vemos encaramado en andamios mientras pinta un mural frente a la Torre de Rectoría de Ciudad Universitaria. El pintor en cuestión mira los dibujos del hijo Molina y le dice al papá que lo lleve para trabajar con él. Además, promete una beca para que el muchacho continúe sus estudios en artes visuales. No se nos dice el nombre del pintor, quien debía ser llamado como mínimo “maestro David”, David Alfaro Siqueiros, militante marxista. El pintor de Padre nuestro es alguien despolitizado que pareciera meramente decorar Ciudad Universitaria, el patrimonio en el que Don Molina coloca a su hijo para que pueda hacerse de un futuro. Más adelante, la familia acude a ver la obra terminada. Se habla más del orgullo que sienten por el hijo que del contenido político del proyecto de Siqueiros. También, se nos aclara que el padre no fue quien robó dinero del banco sino su hijo mayor, quien trabajó con él y se dio a la fuga. El padre resultó ser el abnegado, el que se sacrificó para devolverla a su familia la estabilidad. La madre murió sin saber nada sobre los antecedentes del mayor, orgullo de sus ojos, circunstancia que todos los Molina agradecen
“El pueblo a la Universidad, la Universidad al pueblo” es el mural de Siqueiros que aparece en Padre nuestro. En uno de sus costados, Siqueiros dejó dos fechas significativas: 1857, año de la primera Constitución y 1910, inicio de la Revolución. El pintor dejó abiertos signos de interrogación bajo la fecha de 19??, imaginando la posibilidad de que pudieran darse nuevos eventos revolucionarios y modernos. El Furia, uno de los personajes de Güeros (2014, Alonso Ruizpalacios) interviene esa parte del mural con una pregunta: ¿Hoy? El Furia se deja caer desde la altura del mural, eufórico, a los brazos del movimiento huelguista que tomó la UNAM de 1999 al año 2000.
La opera prima de Ruizpalacios habla sobre la huelga universitaria pero también habla sobre la familia. La madre de Tomás ya no puede con su comportamiento, y lo manda a la Ciudad de México desde Veracruz a la Unidad Integración Latinoamericana, en donde vive su hermano mayor, el Sombra, junto con su amigo Santos. En 1999, el rector Francisco José Barnes Castro aprobó una serie de cuotas semestrales obligatorias sin haberlas sometido a consenso de la comunidad estudiantil. Además de que hasta ese entonces la UNAM había sido gratuita, surgió una pregunta que dio forma al Consejo General de Huelga: ¿por qué en las crisis los gobiernos salvan a los bancos y le cobran por su educación a los estudiantes? La década de los 90 fue la de las crisis económicas del neoliberalismo, las cuales se resolvieron protegiendo las inversiones privadas y con intentonas de, si no privatizar la educación universitaria, sí generar mayores diferencias entre quiénes podían acceder a ésta y quiénes no. En un principio, las autoridades universitarias cerraron las puertas al diálogo, por lo que la decisión estudiantil fue cerrar la escuela. La huelga de la UNAM se discutió de manera permanente en todos los medios de comunicación, teniendo en periódicos como La Jornada una cobertura sostenida.
“¿Y por qué no van a marchar?”, le pregunta Tomás a su hermano. “Estamos en huelga de la huelga”, le responde. La familia que retrata Güeros no tiene la misma estabilidad nacionalista que la de Padre nuestro. El padre de Tomás ha muerto, y la madre toma decisiones más activas que la señora Molina, como la de hacer que el Sombra se haga cargo de su hijo menor. Los hermanos comparten una suerte de orfandad. Las alternativas tampoco son las mismas que las del periodo alemanista. La educación y el futuro que la misma construye está momentáneamente cancelado por la inflexibilidad de las autoridades y por una huelga que, paradójicamente, está defendiendo los ideales del partido que institucionalizó la revolución: educación pública y gratuita. Otro acierto de la cinta es que retrata el cansancio que provoca sostener un movimiento. La juventud de Güeros es una politizada, pero el cuerpo y la mente también se agotan al momento de protestar. A veces, miembros de la comunidad estudiantil, como el Sombra y el Santos, se cuestionan las estrategias de sus compañeros que sí acampan en Ciudad Universitaria. Las asambleas prolongadísimas pueden también contribuir a la fatiga —algo que también se aborda en De perfil de José Agustín, novela publicada 49 años antes que la película y que pone en evidencia como, desde los 60, las asambleas estudiantiles de la Facultad de Filosofía y Letras son muy similares a las de los inicios del milenio. Cuando estaba a punto de cumplirse un año de sostener la huelga, se organizó un plebiscito con la comunidad tras negociaciones entre el movimiento y Rectoría: 90% de la comunidad votó por la finalización de la huelga.
Sin embargo, Ruizpalacios capturó un campus que ha suspendido las actividades académicas para darle paso a los puestos de comida, las clases de baile y las estaciones de radio piratas. A una multitud que hizo de una institución pública, una plaza pública. Alfonso Fierro menciona que esta circunstancia forma parte de la utopía que representa Ciudad Universitaria. Su infraestructura también sirve para pernoctar y organizar asambleas estudiantiles, cancelando que las autoridades —el personal directivo pero también la arquitectura patrimonializada— sean las únicas que puedan tener el derecho a decir qué sí es política y qué no dentro de sus inmediaciones.
Clausurar la utopía como patrimonio, como ese remanso aislado de la ciudad y del país, para defender la utopía política.
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