Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
12 octubre, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
En el 2009 Jim Jarmusch estrenó su película Los límites del control, un thriller a baja velocidad y misterioso que, según los críticos, el público ama u odia. De ninguno de los varios personajes que aparecen, incluyendo el protagonista: el solitario, conocemos su nombre propio: el americano, la rubia, el mexicano. El solitario es un asesino a sueldo que viaja a España para cumplir una misión: matar al americano. En el recorrido que lo lleva a su destino, repite la misma acción varias veces cambiando de interlocutor y de locación: llega a un café, pide dos expresos en dos tazas separadas, lo que permite que lo reconozca su informante quien, tras decirle usted no habla español, ¿verdad?, mantiene un breve diálogo aparentemente sin relación con nada y luego intercambian cajitas de cerillos: una con diamantes como pago por la otra, que contiene un papel con instrucciones que el solitario lee y luego se come. Al final, cuando llega con el americano, éste le pregunta cómo llegó hasta ahí y el solitario responde: “usé mi imaginación”. En Madrid el solitario tiene su base en un departamento que, según el crítico de cine de The Guardian, Philip French, “está en una famosa torre que parece una obra de Gaudí reimaginada por la Bauhaus.” El edificio ciertamente es famoso: las Torres Blancas, que en 1964 Juan Huarte, empresario y también productor de cine experimental con su productora X Films, le encargó al arquitecto Francisco Javier Sáenz de Oiza.
Francisco Javier Sáinz de Oiza y Jorge Oteiza
Sáenz de Oiza nació en Cáseda, Navarra el 12 de octubre de 1918. Su padre también era arquitecto. Estudió arquitectura en Madrid, recibiéndose en 1946. Al años siguiente se fue becado a los Estados Unidos y regresó a España en el 49. Entró a dar clases como profesor de Salubridad e Higiene. “La arquitectura utilitaria de mi país no funcionaba —dijo—, los grifos no daban agua, los desagües se obturaban; durante diez años expliqué la asignatura hablando del sol, del agua y la importancia del control del medio para la creación de la forma habitacional: ésta era la lección primera.” La primera, pero quizás no la más importante. En la última conferencia que dictó en enero del 2000 —murió el 18 de julio del mismo año—, en el salón de actos del edificio del Banco de Bilbao, que él mismo proyectó y que se terminó de construir en 1981, Sáenz de Oiza leyó una serie de citas de distintos autores que fue comentando. Los textos que siempre había usado, dijo, y que servían para entender cómo eran sus edificios, pues “el detalle técnico, lo técnico, no interesa. Técnicamente se puede resolver todo.” Dice que la forma es inevitable una vez que se ha logrado imaginar algo nuevo, que es lo difícil: “con el tiempo, los aviones hasta vuelan.” Más adelante cita a Ezra Pound: “la gran literatura no es más que una lengua cargada de significado en el más alto grado posible,” y se apropia de esa definición para la arquitectura: “la arquitectura es forma —dice—, forma espacial cargada de significación.” Y también de Pound toma una clasificación de los tipos de escritores que él aplica a los arquitectos: los inventores, los maestros, los difusores, los que lo hacen bien, los que lo hacen con belleza y los lanzadores de modas. El profesor de Salubridad e Higiene que decía que la arquitectura no funcionaba en su país, termina diciendo: “me río de las propuestas que hablan de la funcionalidad de la arquitectura; me interesa más la arquitectura que no funciona pero que es hermosa: la casa que es capaz de conmover aunque tenga goteras el edificio.” Tras muchas otras citas de escritores, poetas y otros arquitectos, Sáenz de Oiza advierte que tal vez su público se pregunte qué tiene que ver todo eso con las dos obras de las que lo habían invitado a hablar, el Banco de Bilbao y las Torres Blancas —que como muchos han dicho: sólo es una y es gris. Sáenz de Oiza, para quien la arquitectura es la construcción cargada de sentido, termina diciendo que esos dos edificios están “llenos de defectos” pero “operados en la pasión” que lo movía a construir y “con una carga de conocimiento de arquitectura suficiente para poder encararlo como una buena obra.” Sin decirlo, Sáenz de Oiza quiere pensar su arquitectura como un invento: algo que quizá falle en algún momento, pero que ya otros vendrán a perfeccionar.
A la pregunta de por qué hizo las cosas que hizo, bien podría haber respondido como el solitario, de la película de Jarm Jarmusch en que aparece su obra, usé mi imaginación.
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