Cuestionarse el territorio
'The (New) Book of Questions' es un libro colaborativo en línea en donde se publican aquellas preguntas que son enviadas [...]
15 agosto, 2013
por Evangelina Guerra Luján | Twitter: thenomad
Hace un mes llegó una de mis amigas alemanas que conocí durante mi Maestría en Zürich y nos hemos dado a la tarea, desde entonces, de recorrer El Bajío —donde yo radico la mayor parte del tiempo— y claro, más allá. Estos viajes me han dado la oportunidad de maravillarme de nuevo y volverme a enamorar de México, sobre todo porque andar de turista —con guía en mano y toda la cosa— cambia mucho la experiencia. Me ha encantado todo, pero especialmente una ciudad: Zacatecas. Confieso que asisto regularmente a los eventos nacionales que realiza la Cámara Mexicana de la Industria de la Construcción y en alguna ocasión tocó visitar Zacatecas para un evento en torno al Turismo. No pasé del Hotel y de la sala de conferencias. Había que visitar. Nos fuimos en camión y llegamos muy temprano al Centro Histórico donde nos hospedamos. Al cabo de un rato, nos pusimos a buscar un sitio en donde desayunar y al hacerla de flaneur me maravillé de bastantes cosas. Primero, todo el centro histórico de Zacatecas está señalizado para recorridos peatonales. Cada esquina y cada punto importante. Cada edificio histórico tiene una señalética —en perfecto estado— dónde puedes leer cómo se llama el inmueble, la época de su construcción y los cambios que ha sufrido a través del tiempo. Conforme vas paseando por el impecable centro histórico de la ciudad —rosa cantera en su totalidad— te vas encontrando con plazas e iglesias que igual cuentan su importancia en la historia urbana local. Callejones y otros rincones, cerros y su geología, minas y otros puntos de interés van tejiendo la historia de esta maravillosa ciudad, con datos y personajes, situando al espectador en este maravilloso contexto. Perderse por el centro de Zacatecas resulta un deleite. Pero mi sorpresa tuvo su climax al llegar al Museo de Arte Abstracto Manuel Felguérez, renovado en 1997 para resguardar el acervo antológico del artista zacatecaco.
Caminando por la ciudad seguimos la señalética que nos indicaba cuál era la ruta hacia el museo. Llegamos a un callejón estrecho que nos condujo al interior de lo que fuera una alcaicería —de Gómez— y cuando leíamos la placa con la información urbana de dicho lugar nos preguntó una chica si íbamos al museo…“es por acá…“. Llegamos a una plaza, grande, que servía de escenario para el increíble edificio del museo que con letras de hierro forjado y fachada de estuco blanco nos anunciaba que habíamos llegado. Desde el centro de la plaza se ve el corazón Zacatecano: el Cerro de la Bufa y el teleférico que parece inmóvil. Entramos al museo.
Esa armonía urbana de las calles de la ciudad, las pequeñas plazas y callejones es coronada por este recinto maravilloso. El segundo piso del Museo está en remodelación y escuchamos a Los Ángeles Azules y a algún trabajador de la construcción siguiendo la letra mientras vimos a Mathias Goeritz en la exposición temporal. Me encantó el contenido, pero mi atención se centró en el contenedor: el museo se encuentra en un edificio que data del siglo XIX y que antiguamente fue la sede del Seminario Conciliar de la Purisima de Zacatecas. En 1914 fue cerrado durante la Revolución. Se usó como cuartel y en 1964 fue ocupado como cárcel del estado. En el año de 1997 se comienza a remodelar para resguardar el acervo antológico del artista zacatecaco. Es el espacio para el arte más maravilloso que he visto en nuestro país. El espacio logra conjugar las características originales del edificio con elementos contemporáneos. Logra tránsitos inigualables por las piezas de arte y delicadamente integra elementos de iluminación y señalética sin hacerlos ver como intrusos, destacando siempre elementos clave del edificio.
El patio central del antes seminario, antes cuartel, antes cárcel y ahora museo es un espacio grande que ahora ha sido cerrado por un domo y donde se pueden apreciar muchas esculturas de hierro forjado y piedra, algunas del propio Felguerez. La museografía y curaduría son extraordinarias. Desde un punto de vista personal, el museo se divide en tres partes: exposiciones temporales, donde ahora se alberga una estupenda con las esculturas creadas para México 68 y otra del Pabellón de México en Osaka 70; la colección Felguerez y otro espacio donde aun se conservan algunas celdas de la antigua prisión integradas al proyecto de remodelación del museo. Dejar que lo arquitectónico cuente sus historia es algo que vemos por toda la urbe zacatecana: pequeñas cicatrices espaciales que deja entrever desde sus espacios urbanos y que también se reflejan en otros recintos.
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