La casona y la semilla
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13 agosto, 2019
por Alfonso Fierro
Llegué a la Casa Sperimentale en Fregene al mediodía. Como en algunas ruinas de México, el ruido de los insectos y los pájaros envolvía por completo a esta casa abandonada, toda graffiteada, el suelo cubierto de hojas secas y ramas caídas. Las rejas tenían candado. Saltárselas era fácil, pero había letreros pegados en los troncos de los árboles que advertían que el sitio estaba siendo videovigilado por la policía de quién sabe qué municipio. ¿Sería cierto? No, probablemente no, pero tampoco quería averiguarlo yo mismo en la gendarmería italiana.
En ese estado y con ese estilo, la casa brutalista de Guiseppe Perugini y Uga de Plaisant se asemeja a una nave espacial obsoleta, olvidada a la mitad de ese balneario setentero, convertida en un lugar ideal para ejecutar actos prohibidos o escapar de algo. Lo raro es el efecto oracular que provoca esto, es decir, el brutalismo futurista en ese estado de ruinas. ¿Había otro destino posible para una casa así? Es como si en su intento de construir un futuro radicalmente distinto estuviera ya inscrita su marcha hacia el fracaso. Y ahí permanece como tratando de decirnos algo, el concreto tan manchado como resistente, sin terminarse por principio, un eco de algún futuro que nunca llegó a tener lugar.
Sobra decir que el brutalismo no es del gusto de todos. Varios residentes de Fregene que pasaron junto a mí caminando o en sus bicicletas se me quedaron viendo raro, curiosos de entender por qué observaba y le tomaba fotos a esa casa tan horrible, un sitio que en su día a día mejor preferían ignorar, hacer como si no existiera. Una repartidora de plano me sonrió con lástima. Es cierto que el brutalismo es tosco y agresivo. Es una arquitectura cuya estética radica en buena medida en la fuerza visual y espacial que produce el ensamblaje de formas y volúmenes que a menudo son pesados, discordantes, grises. Es una arquitectura que evoca con bastante resonancia la época de la Guerra Fría, tiempos de formas absolutas, de amenazas nucleares y crisis económicas: una época austera, muy poco tranquila, donde mejor era ofrecer una fachada amenazante, casi cerrada, y voltear en cambio hacia el interior. Época también de la carrera espacial, por cierto, donde la ingeniería de las naves de igual manera apuntaba hacia una arquitectura donde la vida sólo podía darse en aislamiento del exterior: la famosa máquina del habitar llevada a sus últimas consecuencias. La ciencia ficción de esos años, empezando por La guerra de las galaxias, está plagada de naves brutalistas: naves que desde el exterior parecen objetos deformes, compuestos a partir del ensamblaje de piezas disímiles, amoldadas medio a la fuerza por algún efecto ingenieril, pero que al interior albergan en cambio comunidades enteras, ciudades enteras, mundos llenos de vida.
Al parejo de las naves y la exploración del espacio, como su contraparte necesaria, la ciencia ficción de aquellos años ya está pensando todo el tiempo en la catástrofe terrestre, la catástrofe ambiental y política, como en las novelas de J.G. Ballard en las que Londres aparece sumergido en un pantano tropical que provoca alucinaciones o en el San Francisco de Phillip K. Dick, abandonado por todo aquel capaz de comprar un pasaje al espacio exterior. La guerra de las galaxias misma comienza en Tatooine, un planeta desértico y periférico, un vertedero de basura industrial. Así, como chatarra revendida, es como los dos androides de Leia llegan a conocer a Luke, lo cual pone en marcha toda la trama de la saga. Como su padre y otros habitantes de ese planeta, Luke es un ingeniero hábil, capaz de juntar basura tomada de aquí y allá para crear naves y androides, es decir, espacios y formas de vida recicladas, gestadas a partir de los residuos olvidados por ahí.
En este sentido, la ciencia ficción de aquellos años no está para nada lejos de un futurista arquitectónico como Buckminster Fuller, cuyo concepto de “Spaceship Earth” tenía nada menos que el propósito de hacer consciente la necesidad de encontrar la sustentabilidad social y ecológica del planeta. Según Fuller, si en vez de concebir el planeta como una serie de territorios políticos en disputa, lo concibiéramos como el interior de una nave espacial flotando en el universo entonces seríamos capaces de entender al planeta como un todo y, por lo tanto, a nuestras acciones en todas y cada una de sus repercusiones globales. Siguiendo ecos de este pensamiento, como habitantes de Tatooine, Drop City y otras comunas contraculturales construyeron los domos geodésicos donde habitaban a partir de desechos industriales, volviendo las nociones de reciclaje y ensamblaje la matriz de una nueva forma de habitar un planeta arrasado por la modernidad industrial.
Quizá este ángulo ofrece una veta menos explorada para pensar el brutalismo, por lo menos en algunos de sus momentos más orientados al futuro, que la que lo caracteriza de golpe y en general como la parte arquitectónica de una máquina de guerra totalitaria. Como eco de esa incipiente noción de un planeta arruinado puede pensarse una arquitectura que se protege del exterior como única posibilidad de preservar la vida en ambientes artificiales, recluidos, cada vez más impenetrables. Su poética del ensamblaje de volúmenes, de donde viene su culto a lo deforme, resuena en parte con el intento de Drop City o con el imaginario de la ciencia ficción que propusieron la construcción a partir de los desechos de la modernidad industrial como punto de partida para imaginar otra manera de habitar. Compuesta a partir de volúmenes disonantes, sostenida sobre andamios de concreto como en un hangar, con una escalera levadiza como única posibilidad de entrar o salir de ella y con ventanas que parecen mirillas de vigilancia, la Casa Sperimentale evoca todo este horizonte de pensamiento: todo el miedo y la agresividad de la Guerra Fría, pero también todo el intento de construir nuevas formas y espacios vitales. Inacabada por principio, pues parte de la premisa de que otros volúmenes pueden adherirse en un proceso continuo (como la “autoconstrucción” en este sentido), se trata de una casa abierta al futuro.
Sin embargo está en ruinas, medio comida ya por la naturaleza, y es esto, sobre todo, lo que nos parece decir algo urgente hoy. Que había una falla enorme en esa manera de imaginar el futuro, tal vez, o que en el fondo nunca hemos sido capaces de imaginarnos una verdadera salida a lo que hemos hecho con este planeta. O que no tenemos una respuesta todavía. Entre los graffitis que cubren la casa hay uno que me llamó la atención en particular. Decía: $O$.
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