Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
3 julio, 2023
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Rompecabezas
En 1970, Georges Blondeaux, dibujante y caricaturista que firmaba como Gébé, publicó en el semanario Charlie Hebdo un texto titulado Casse-têtes, rompecabezas. No trataba de acertijos o de puzzles, sino de quienes de hecho rompen cabezas o, más bien, de aquellos a quienes se la rompieron:
Me golpearon en la cabeza, no me acuerdo ya por qué, ni siquiera si me dolió, porque estoy muerto.
¿Qué era yo? ¿trabajador, inmigrante, filósofo? ¿opositor escondido, disidente notorio? ¿O un animal de piel?
¿Cuál era mi nombre? ¿José, Abdel, Argentino? ¿Arábica, Jan Patočka? ¿O era bebé foca?
¿Me mataron por mis ideas o para hacer de mí un abrigo? ¿Por dinero o por el color de mi piel? Tengo un pedazo de hueso en la memoria.
Cuando me cercaron calzando sus botas, ¿estaba yo aún en la cama o dormía en una banca? ¿O salía de un café?
Morí en una calle del oeste, en los hielos del norte o con los polis del este. O en una pampa polar a golpes de garrotes negros.
¿Acaso sueño con vengarme? ¿Con reventar cabezas de policías? ¿Con cabezas sangrantes de cazadores? ¿Con cabezas de racistas hechas puré?
¿O, más bien, veo cabezas maravilladas de ellas mismas, maravilladas de su interior y descubriéndose un nuevo mundo?
Yo estoy muerto. Responde por mí. Me llamaba Jan Patočka, Argentino y bebé foca árabe. Ahora lo recuerdo.
Gébé no dice que todas las víctimas de un crimen, en general, sean iguales, sino que todas las víctimas de crímenes donde hay un notable desequilibrio de poder y de fuerza entre quienes matan y quien muere, son iguales, sea filósofo, inmigrante, persona racializada o bebé foca.
Yves Montand leyó el texto y le pidió al compositor Philippe-Gérard que le pusiera música. Y éste lo hizo como tango. Montand sacó el sencillo en 1978.
El pedazo de hueso en la memoria del que habla Gébé es, por supuesto, un muy literal pedazo de craneo roto a macanazos, pero también es algo que se atraviesa en el tejido de la memoria, en el fluir de los recuerdos, y que resulta, como un hueso, duro de roer: difícil de asimilar, de entender, y también de olvidar. Un problema y un obstáculo. Un recuerdo, pero de otro tipo.
2. Cráneos, epidermis y muertos
En 1993, Peter Sloterdijk publicó un breve ensayo, titulado En el mismo barco, que Fernando Savater calificó de fulminante. El objetivo central del ensayo es, tras citar la definición clásica de la política como el arte de lo posible, pensar la posibilidad misma de una política para nuestros tiempos —que entonces, hace treinta años, Sloterdijk calificó como política global o hiperpolítica. Ahí ya adelanta temas que luego tratará a mayor profundidad en su monumental trilogía Esferas. Varios con particular interés arquitectónico. Escribe, por ejemplo:
Uno podría tener la impresión de que la vivienda unipersonal es el punto de fuga de la civilización; y quienes viven solos, la coronación de un proceso de refinamiento antropológico que se ha desarrollado durante milenios; así queremos definirlo, aunque fuertes indicios hablan a favor de que, de modo creciente, refinamiento y embrutecimiento, mimo y desesperación, acaban en lo mismo. Cada vez es mayor el número de individuos que, por su modo de vida y la conciencia de sí de que hacen gala, pueden describirse como islas nómadas. En este “individualismo de apartamento” de las grandes ciudades postmodernas, la insularidad llega a convertirse en la definición misma del individuo.
Para llegar a la hiperpolítica, Sloterdijk pasa antes por la política —la invención de Atenas, para ponerlo breve y equívocamente— y por la paleopolítica, a la que define como “el milagro de la repetición del hombre por el hombre” en “un medio que, en alguna medida, parece querer dificultar a los hombres el arte de reponerse en los hijos.” La manera como aquellos primeros humanos lograron repetirse en las subsecuentes generaciones fue, también, aislándose. Pero no de manera individual, sino como grupo, en tanto comunidad humana:
Lo mejor es imaginarse a las antiguas hordas como una especie de islas flotantes, que avanzan lentamente, de modo espontáneo, por los ríos de la vieja naturaleza. Se separan del medio exterior por la revolucionaria evolución de las técnicas de distanciamiento y están sujetas desde su interior por un efecto de invernadero emocional, que amalgama a los miembros de la horda —a través del ritmo, la música, los rituales, el espíritu de rivalidad, los beneficios de la vigilancia y el lenguaje.
Sloterdijk enfatiza el caracter psicoacústico de esas primeras esferas de humanidad. El lenguaje, sí: el barullo de oírnos juntos, pero también el ritmo de la música que, en ese momento, también es un tipo de arquitectura: construye ese espacio interior donde se agrupan las hordas humanas.
Pero también hay algunos pedazos de hueso en esta historia que cuenta Sltoterdijk:
En aquellas islas flotantes de los viejos y pequeños grupos, los cráneos se hicieron notablemente grandes, las epidermis notablemente delgadas, las mujeres notablemente bellas, las piernas notablemente largas, las voces notablemente articuladas, la sexualidad notablemente crónica, los niños notablemente infantiles y los muertos propios notablemente inolvidables.
El cráneo grande implicó, también, notables dolores para las mujeres al parir y que, dado la desproporción evolutiva entre el tamaño de las cabezas de las crías y de las pelvis de sus madres, los bebés humanos nazcan, por decirlo así, a medio cocer y que, por tanto, requieran mayores cuidados y un entorno más seguro que las crías de otras especies. La dificultad de olvidar a los muertos también tiene implicaciones óseas: los restos humanos y el respeto, pero también el miedo que suscitan.
Así, tras el espacio humano definido sonoramente por ritmo y lenguaje, vendrá el espacio de los cuidados —de las madres a los niños cabezones— y el de la memoria: el cuidado a los huesos que dejan nuestros muertos.
La glándula pineal y Phineas Gage, o de explosiones, emociones y cráneos
En 1994, el neurocientífico portugués Antonio Damasio publicó su libro El error de Descartes. Resumido, el error de Descartes, que no es sólo suyo sino que termina siéndolo de buena parte del pensamiento occidental moderno, deriva de suponer que somos una cosa que piensa conectada al cuerpo —en un único y singular punto para Descartes: la glándula pineal—, que no se sino cosa extensa, material. Damasio muestra que es imposible separar y distinguir lo que pensamos —suponiéndolo patrimonio de la mente— de lo que sentimos —cosa del cuerpo. Y empieza su libro con la historia de Phineas P. Gage.
Phineas Gage nació el 8 de julio de 1923 en el condado de Grafton, New Hampshire. Veinticinco años después, Gage era el jefe de una cuadrilla de trabajadores que abrían el paso para la construcción del ferrocarril. Para quitar grandes rocas del camino, las hacían estallar en pedazos con dinamita. Hacían una perforación cilíndrica en la piedra —de diámetro un tanto mayor al del cañón de un rifle— y gage era el encargado de colocar la pólvora, luego arena y compactar la carga —como lo hace un soldado con su fusil— con una barra de acero de poco más de un metro de largo y 3 centímetros de diámetro. El 13 de septiembre de 1848, Gage probablemente olvidó añadir la arena antes de empujar la barra de acero. Una chispa encendió la pólvora que, como en un cañón, disparó la barra, que en su trayectoria se encontró con la cabeza de Gage, entrando por debajo del pómulo izquierdo y saliendo por la parte superior del cráneo.
Durante y después del accidente, Gage se mantuvo consciente. Saludó, esperándolo sentado en una silla, al doctor Edward Higginson Williams, que fue el primero en llegar. Después llegó el doctor John Martyn Harlow, quien lo atendió y, tras su muerte, estudió los daños causados por el accidente. Para hacerlo tuvo que esperar 12 años, pues Gage murió el 21 de mayo de 1860, habiendo cumplido 36 años —en una época en la que, según algunos, el promedio de vida de un hombre blanco era apenas mayor a 25 años. Eso sí, como escribe Damasio en su libro: el Gage que siguió viviendo ya no era Gage.
Salvo la pérdida del ojo izquierdo, Gage parecía no haber sufrido mayor daño físico tras el terrible accidente. Pero mentalmente era otra cosa. Se había vuelto, según lo describió el doctor Harlow, de carácter irregular, irreverente, blasfemo e impaciente. Estudiando el cráneo de Gage, que se exhibe en la biblioteca del Museo Warren de la Universidad de Harvard, Damasio definió las zonas del cerebro que probablemente afectó la trayectoria de la barra de acero, y las comparó con casos actuales de pacientes con lesiones a causa de tumores cerebrales. Explica que durante muchos años, el caso de Gage se usó para probar que el cerebro tiene centros con funciones especializadas —que no fueron dañadas por la barra de acero. Y eso, afirma Damasio, era un error:
Hoy podemos afirmar que no hay “centros” singulares para la visión o el lenguaje, o para el razonamiento o el comportamiento social. Hay “sistemas”, compuestos de varias unidades cerebrales interconectadas.
Es cierto que las distintas unidades cerebrales, en virtud de su posición en el sistema, contribuyen diferentes componentes a la operación que no son intercambiables. Eso es lo más importante: lo que determina la contribución de determinada unidad cerebral a la operación del sistema al que pertenece no sólo es la estructura de la unidad, sino también su lugar en el sistema.
La mente, pues, resulta de la operación de cada componente separado, y de la operación concertada de todos los múltiples sistemas constituidos por aquellos componentes separados.
No hay, por tanto, un lugar donde resida nuestra mente —el habitáculo de la res cogitans en la res extensa de nuestro cuerpo, como imaginó Descartes a la glándula pineal—, idea e ideología que, aunque nos pueda parecer ingenua hoy, siguió marcando maneras de entender la “relación” entre “mente” y “cuerpo” —incluyendo en el cuerpo al cerebro. Digamos, simple y burdamente, que la mente también es cuerpo y, por tanto, las razones son pasiones, y viceversa.
Arquitectura
Más allá de la mención a huesos y cráneos en los tres textos antes citados, ¿qué tienen que ver entre sí y, sobre todo, qué tienen que ver con la arquitectura, para venirlos a citar aquí, en este sitio? Si yo no fuera el editor en jefe, probablemente debiera haber explicado esa relación desde un principio. Pero no hay relación directa, más allá de la mención de Sloterdijk a la vivienda individual, de la idea —falsa— del cuerpo o una parte del mismo como habitáculo del alma, o de la geopolítica de los cráneos rotos de Gébé: camas, bancas, banquetas, pampas y cafés. Respuesta del todo inaceptable y que sólo cabe aquí como abuso del pequeño poder de ser el editor en jefe.
Podría intentar una razonable extrapolación de lo explicado por Damasio para desmontar una cada vez menos vigente diferencia entre una arquitectura que se quiere “racional” —“pariente de la ingeniería y de la física”, como escribió Aldo Rossi recordándonos al joven O’Gorman— y otra que se pretende “emocional” —“reflejo del estado espiritual del hombre”, escribió Goeritz—, donde, curiosamente, los papeles parecen invertidos: la razón reposando en la materia y lo extenso, la emoción en lo espiritual. Diferencia menos vigente, digo, pues ya el mismo Rossi, con su Autobiografía científica, demostró que las razones en arquitectura muchas veces derivan y dependen de emociones, por llamarle así al proustiano olor de la magdalena —o, en el ámbito arquitectónico, al olor de la pintura de los muebles de la cocina junto a lo cocinado por la tía de Zumpthor, que hace de las emociones atmósferas. (Eso sí: no meramente individuales o subjetivas, por eso Rossi es, al mismo tiempo, el que retomará las nociones de tipo y de tipología.)
También podría detenerme en Sloterdijk. Sí, en su crítica al individualismo aislado y aislante que al mismo tiempo se sustenta y promueve formas arquitectónicas igualmente aisladas, como la vivienda individual, pero sobre todo a su historia de un origen —que, como toda historia de origen es, mal citando a Hegel, una ficción— donde el lenguaje y el ritmo abren espacio a lo que luego implicará cuidado y memoria —además de algunos huesos. Sosteniendo que eso demuestra que la arquitectura, como quehacer humano y más: como algo que nos da forma al tiempo que formamos y transformamos la tierra en tanto mundo —nuestro mundo—, es, como afirmó Giancarlo De Carlo, algo demasiado importante como para dejarlo en manos de arquitectos.
Y podría quebrarme la cabeza en alguna acrobacia del pensamiento [1] entresacando del texto de Gébé lugares y memorias y espacios para la imaginación utópica de nuevos mundos, o confesar simple y descaradamente al excepcional lector o lectora que haya pasado las 2713 palabras, que encontré esa línea —un pedazo de hueso en la memoria— fantástica para el título de un texto, pero fallé al escribir un contenido a su altura.
Notas
1. A quienes acusan a otras personas de intentar maromas en sus argumentos, habría que recordarles o hacerles ver que todo pensamiento es acrobacia: salto al vacío o, por lo menos, pirueta sobre una cuerda floja sin ninguna red debajo, y no la firme afirmación de lo que se tiene cómodamente por sabido. Ya lo sentenció en un aforismo Eugenio Trías: pensar es un atentado contra lo que comúnmente se entiende por pensar. Aunque eso también habrá que pensarlo, frente a la tentación hoy tan de moda a descalificar lo que se piensa en común. ¿Y si escribí todo esto, sin saberlo hasta ahora, para llegar a esta nota al pie?
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