Serie Juárez (I): inmovilidad integrada
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¡Felices fiestas!
18 febrero, 2020
por Pablo Emilio Aguilar Reyes | Twitter: pabloemilio
Los niños y las niñas pueden ser insoportables. Su presencia en el espacio público implica la posibilidad de que, en un arranque pasional y eufórico, estallen con el llanto que provocan las emociones humanas. Los niños no conocen la moderación racional; no ha sido inculcado en ellos el arte del estoicismo necesario para navegar la vida diaria. Con esto en cuenta, las últimas semanas han visto surgir en las redes un debate en torno a la presencia de los niños en espacios públicos como los restaurantes. Hay un grupo de personas que simpatizan con la idea de que haya restaurantes en los cuales se les restrinja el acceso a estos posibles perpetradores de disturbios contra la paz. El grupo contrario denuncia dicha postura y la adjetiva de discriminatoria. La cuestión es que el llanto o las carcajadas de un niño representan una pedrada para la civilidad que establecen los adultos en los restaurantes, en los aviones, en las salas de cine y de teatro, y en general, en la esfera pública de la ciudad. ¿Será así?
El concepto contemporáneo de niñez que refiere al estadio temprano de la vida, caracterizado por la inocencia, se define por diferenciación de la adultez. ¿Qué es la adultez? Es, sobre todo, una carencia. Como anota Peter Sloterdijk, devenir adulto implica aprender que la relación causal entre solicitar atención y recibir ayuda se va borrando con la edad. Las destrezas propias de la adultez, es decir, la racionalidad, el lenguaje, el dinero y la moderación son empleadas justamente para equilibrar esa carencia, para compensar la falta de sustento que los niños reciben de sus cuidadoras y cuidadores. Dado a su falta de racionalidad, consideramos a la niñez como inferior, sin embargo, el niño supera adulto al no sufrir su escasez. Si la infancia implica estar cobijado, la adultez significa estar a la intemperie; si la vida adulta implica una carencia, la niñez significa vivir en la plenitud.
La adultez, por lo tanto, es una tragedia que nadie pide y sin embargo a todo mundo le toca. Por tal motivo, entiendo a aquellos adultos a los cuales les puede incomodar compartir restaurantes con niños: les tenemos envidia. Puede ser insoportable tener que sobrellevar una plática mesurada, moderando nuestro comportamiento en la mesa del restaurante y cuidando la compostura, mientras que en la mesa de al lado hay un niño expandiendo a todas sus anchas su energía emotiva, inmerso en el éxtasis de las pasiones positivas o negativas. De esta envidia surge también la ilusión de que un niño es responsabilidad de sus padres, ya que al ser la responsabilidad un invento de adultos, alguien debe rendir cuentas por el mal rato que un niño puede provocar. A pesar de que se piensa que los padres deben responder por sus hijos, la verdad es que a diferencia de un adulto, un niño no se puede controlar, sólo persuadir.
Sin embargo, la división binaria entre niñez y adultez no es una dicotomía, sino más bien un espectro. Por muy mesurado, racional o estoico que aparente ser un adulto, este sigue siendo propenso a caer en un repentino arrebato emocional; el llanto del niño en el restaurante no es menos molesto que los gritos de un adulto comensal furioso con el mesero. De la misma forma, por muy calculador, analítico o moderado que parezca el adulto, la verdad es que todos, a cualquier edad, aunque nos convencemos de lo contrario, navegamos nuestra vida sobre la marcha, errando y actuando en contra de nuestro propio interés ulterior. La adultez no es sino una niñez moderada, pero niñez aún así.
Querer restringir el acceso de niños y niñas a algún restaurante es un esfuerzo inútil por buscar tenerlo todo bajo control, por eliminar la contingencia y por limitar la estridencia de la vida, sin embargo, estas son ilusiones que llegan con la adultez. El hecho es que nadie, sea recién nacido o adulto mayor, tiene agencia alguna sobre el devenir. Ante esta condición, los adultos inventaron la civilidad, que como su raíz etimológica indica (civis, ciudadano en latín), surge en la ciudad; ciudad cuyas bases se derrumban ante el acontecimiento de un niño llorando en un restaurante.
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