9 mayo, 2023
por Tonatiuh Lopez
En 2015, un grupo de artistas y gestores culturales, en su mayoría originarios del municipio de Ecatepec, tomaron la decisión de fundar el Museo Arte Contemporáneo Ecatepec (MArCE). La iniciativa serviría para difundir dentro de su propio territorio la producción de creadorxs de la región y otras zonas alejadas de los centros. Pronto el proyecto tomó otro rumbo y se convirtió también en una plataforma que trabaja colaborativamente con otras iniciativas culturales desarrolladas por lxs habitantes del municipio, recibe artistas en residencia para desarrollar proyectos ligados a la realidad y los afectos particulares de la zona, además de realizar activismos que promueven el acceso a la cultura, lo mismo que la defensa del territorio y la protección del medio ambiente, con cruces desde los feminismos y las luchas de las disidencias sexogenéricas.
En sus orígenes, el MArCE se planteó a sí mismo como una ficción institucional sustentada en la ironía, pues al tiempo que buscaba subsanar la falta de infraestructura cultural en una geografía entendida como periférica, ponía de manifiesto el modo de operar excluyente de los espacios artísticos en las regiones conocidas como centros. Así, el MArCE nunca fue propiamente un museo, sino un colectivo de personas que persiguen objetivos similares a los que se adjudica esta institución: resguardar la memoria de un grupo y difundir y exponer objetos y experiencias que les sean significativas.
El MArCE no cuenta con un recinto, pero sí tiene un espacio físico, de hecho muchos, lleva a cabo sus acciones y programas en el espacio público (calles, plazas, áreas naturales, espacios de esparcimiento, etc.) y los lugares de encuentro comunitario (mercados, fiestas y tradiciones populares, escuelas, áreas comunes de viviendas colectivas, entre otros) del pueblo de Santa Clara Coatitla, uno de los nueve pueblos originarios del municipio. La razón por la que el colectivo opera en este lugar y de este modo es sencilla: la mayoría de sus integrantes son parte de esta comunidad y esto ha permitido la consolidación de las redes de apoyo y vinculación comunitaria que son cruciales para el éxito de sus acciones. En concordancia con esta última idea, el colectivo suele asumir que el museo está dondequiera que la comunidad esté sucediendo; así, sus acciones acompañan la vida comunitaria utilizando el arte contemporáneo como un pretexto para la socialización de inquietudes o la detonación de conversaciones de interés colectivo.
A primera vista, el MArCE podría entenderse como un producto del fracaso de las utopías adjudicadas a la institución museo de finales del siglo XX: por un lado la democratización del acceso a la cultura y por el otro la idealización del espacio expositivo como una arena plural y diversa. En este sentido, éste no es el único proyecto de esta naturaleza en el panorama nacional; y resulta curioso pensar lo rápido que las comunidades de los museos empezaron a darse cuenta de las anomalías en el planteamiento de la institución y se organizaron en torno a otros espacios que les permitieran un ejercicio artístico más heterogéneo. Y es que la historia de los museos de arte contemporáneo en nuestro país es relativamente reciente, empezaron a proliferar hace poco más de una década como un proceso de adaptación, por no decir imposición, de un programa estético globalizador y neocolonial que usando la arquitectura como carta de presentación añadió a las pretensiones de institución educativa del museo una nueva faceta de franquicia cultural para el espectáculo y el entretenimiento de las masas.
Podría decirse que, en origen y en apariencia, la vocación de todos los ejercicios museísticos, incluidos aquellos que intentan escapar a las prácticas institucionales, es la misma: crear un nuevo polo para la difusión de la producción artística de cierto grupo y pomover la circulación de ésta en otros espacios con los mismo objetivos. Por lo general, esta necesidad siempre es articulada por un grupo pequeño de personas y termina siendo impuesta a toda una comunidad que habrá de consumir la programación propuesta por el museo. En este sentido, el recinto es prioritario, se necesita un edificio antes que una colección, antes que una exposición, antes que el público mismo. El edificio es el pretexto para que todo lo demás suceda y para que la gente se de cita. Se suele pensar incluso que entre más llamativo sea el proyecto arquitectónico del museo mayor será el éxito de sus programas. Existen incluso claras expectativas al respecto de cómo tiene que lucir una estructura de este tipo. Estoy seguro que la sola mención conjunta de las palabras “museo de arte contemporáneo” invoca para ciertas personas un cúmulo de imágenes, formas, espacios y materiales que parecen inamovibles. Así, el museo, público o privado, se sirve de cierto lenguaje arquitectónico que contribuye a garantizar su posición legitimadora y su inclusión y permanencia en la hegemonía del sistema artístico global.
Sin embargo, el éxito del simulacro de una estructura de museo prêt-à-porter no garantiza que este cumpla con sus otras funciones de modo satisfactorio. Más allá de resguardar y mostrar un archivo estético material, el museo es un espacio público, una estructura social. Al dar prioridad al diseño y sus efectos espectaculares-político-estéticos, los diseñadores del espacio suelen omitir las preguntas sobre las verdaderas necesidades de las comunidades que lo habrán de habitar. De este modo, al ser usuario-excluyente, el proyecto del museo de arte contemporáneo está lejos de poder convertirse en una iniciativa comunitaria, incluso si su programación intenta ser llevada por este camino. De hecho resultará más complicado para los trabajadores del museo y para el público mismo emprender y entender este tipo de iniciativas; el despliegue de la fuerza comunitaria no se dirige tanto al disfrute o la creación de la sensación de colectividad, sino, en su mayoría, hacía contrarrestar el esquema disyuntivo que dio origen al museo y que materializó su forma y espacios.
En este sentido, iniciativas como el MArCE surgen de la constatación de esta crisis radical. En resumen, un grupo de artistas y gestores que no se reconocen parte de las comunidades de los museos hegemónicos, intentan. pues, interrogarse sobre la posibilidad, o imposibilidad, de otra experiencia y pensamiento artístico-comunitarios. Para hacerlo recurren a la exploración de un territorio y una comunidad que aunque familiar no es enteramente propia. Hay que recordar que los territorios entendidos como periféricos son especies de no-lugares que priorizan la fuga y no el arraigo. Aunque al inicio parecen replicar las prácticas instituyentes de otros museos, pues la comunidad no ha hecho manifiesta la necesidad de un proyecto de esta naturaleza; la aparición de este espacio simbólico resultará un pretexto idóneo para que este grupo de personas recobre su geografía y cree nuevos lazos utilizando la producción artística como pretexto. Todo esto desde la autogestión y con las limitantes que presenta la sostenibilidad de un proyecto artístico que no logra grandes números, no produce piezas espectaculares, y que se sirve en gran medida de la curiosidad, el exotismo, y también de la dignidad y el gusto, que despiertan al saber que un lugar cargado de estigmas como Ecatepec cuenta también con su propia infraestructura museística. Una que frente a la idea del recinto como obra articuladora de sentido, propone un museo que es en tanto existe una comunidad en la que puede aparecer y disolverse; en lugar de un edificio como obra inaugural de un programa estético institucional masificable, un museo que está siempre en obra, negociando su existencia en relación con los intereses y necesidades de los grupos con los que trabaja; promoviendo la continuidad de los espacios de convivencia de las personas con las que se relaciona, pues mientras estos existan, su permanencia y sentido están garantizados.
Lo anterior, en un lugar donde no sólo la cultura, también la vida, presenta complicaciones para suceder, y donde las distancias físicas y sociales parecen reafirmar la inviabilidad de una obra conjunta, es un acto que va más allá de la pertinencia, nos recuerda la felicidad que se logra al estar juntos en un mismo lugar, algo que la arquitectura nunca debería olvidar. Y esto, más allá de un gesto romántico es algo que en lo político es crucial, pues ensaya nuevos lugares para el artista en sociedad, articula una forma de indignación que es al mismo tiempo un ponerse a salvo en colectivo. No solo el museo, cualquier otra forma de refugio también es posible dondequiera que la comunidad esté sucediendo.