Carme Pinós. Escenarios para la vida
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15 diciembre, 2014
por Pedro Hernández Martínez | Twitter: laperiferia | Instagram: laperiferia
La semana pasada, en el programa de La Hora Arquine, conversábamos con Oscar Hagerman y Paloma Vera en relación a la publicación del libro Oscar Hagerman. Arquitectura y diseño dedicado a la obra del arquitecto. El libro recoge varias décadas de trabajo y fue fruto de una larga labor, no sólo de archivo –que aparecía muchas veces por partes y medio olvidado en el despacho de Hagerman– sino también de revisita a todos los lugares en los que trabajó.
Evidentemente el tiempo había afectado –en muchos de ellos, lo que eran escuálidos árboles ahora eran enormes arboledas– pero resultaba enormemente curioso algo que para ambos fue todo un descubrimiento: la arquitectura en el campo cambia menos que en la ciudad.
Y parece evidente. En el campo, y en particular en los casos desarrollados por Hagerman, hay distintos factores que propician una mayor inmovilidad.
Podríamos, entre los muchos que son, considerar tres aspectos. Para empezar: el cliente. En la ciudad, muchas veces, la arquitectura se realiza para un cliente, pero uno que no vivirá allí jamás. Hablo de constructores o de personas asociadas al mercado inmobiliario que, si bien saben a qué grupo social va dirigida, lo tratan como eso, como un grupo en base a datos estadísticas y sin rostros. Por el contrario, en los casos desarrollados por Hagerman, el cliente es uno –aunque sea un colectivo de personas– que discute con los técnicos, que manifiesta sus intereses y sus necesidades, incluso llegando a dibujarlas para luego debatirlas conforme el trabajo se desarrolle.
Ese proceso, de desarrollo en el tiempo es el segundo factor que me gustaría indicar. Por lo general, los tiempos de las ciudades son claros. La obra se acaba y se entrega, tras su venta a un usuario que, como ya se ha dicho, jamás ha participado en nada. Es por eso que, las obras realizadas en este sentido son posteriormente absorbidas, modificadas y transformadas por sus propietarios siempre y cuando no consideren que ofrece la flexibilidad suficiente para lo que necesitan. En cambio, Hagerman apuntaba a que en estos otros contextos rurales, muy poco se había transformado. Sí, las construcciones habían sufrido ampliaciones y cosas similares, pero eran cambios que seguían tanto el lenguaje como las formas anteriores, manteniendo cierto equilibrio en su resolución. La razón, presuponía el arquitecto, es que allí ya se había trabajado en base al propio conocimiento que ya tenían. El arquitecto, más que imponer su diseño para transformar el lugar participa como un agente más en el desarrollo, se involucra con la comunidad y hasta trabaja con ella en su construcción si es necesario. Este sentido provoca tanta o mayor apropiación por parte de la gente como la transformación radical de tu propia casas. Las escuelas desarrolladas por Hagerman son menos del arquitecto y más de la comunidad que, al hacerlas suyas, las va a cuidar y mantener, entendiendo también la necesidad de que así sea.
Y es este el último aspecto en el que me interesaría reparar aquí. La posición que ocupa en propio arquitecto. Es una malacostumbre, pensar que el arquitecto tiene todas las respuestas, que su diseño, puede, desde la gracia de un gesto, “solucionar los problemas”. De hecho, el arquitecto por sí mismo, no tiene que solucionar nada, sino ser parte de una solución que, como afecta a muchos, debe estar desarrollada por muchos. O debería.
No hablamos aquí de una casa, sino de aspectos como una carretera, un desarrollo inmobiliario o una escuela, pero esto, en cierto modo, representa un ideal difícil de alcanzar. La arquitectura, por sus tiempos, no puede ser discutida y solo le queda ser los suficientemente flexible para poder cambiar en caso de necesidad, desde el añadido de un piso más en una casa de la periferia a cualquier enorme infraestructura.
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