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8 noviembre, 2017
por Pedro Hernández Martínez | Twitter: laperiferia | Instagram: laperiferia
Ya hace casi diez años de la famosa y mil veces comentada crisis de 2008. Antes de eso, la arquitectura parecía una disciplina pujante: grandes edificios se levantaban aquí y allá con magnos proyectos públicos y firmados por grandes estudios. De aquellos años aún queda la resaca, representada recientemente en el majestuoso nuevo Louvre de Abu Dhabi, un edificio proyectado por Jean Nouvel que se erige como un bello prodigio técnico —que absorbe casi más protagonismo que las obras expuestas en su interior— o, aún en proceso de construcción, por otro proyectos tales como el Taipei Performing Arts Center de OMA o el Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México de Foster y FR-EE.
Cabe decir que tampoco es verdad la crisis detuvo todo. Sí afecto seriamente muchos proyectos, que quedaron relegados, recortados u olvidados, pero hubo otras zonas como la Ciudad de México donde el capital privado avanzó sin pausa con proyectos inmobiliarios de una forma tan que parece que la demanda de nuevas viviendas no tiene fin.
De todos modos, la crisis llegó, y propició el planteamiento de estrategias casi olvidadas –o más bien, relegadas al ostracismo por muchos medios–: hacer con poco, hacer poco o hacer casi nada —temas que, por cierto, se analizarán en el próximo número de la Revista Arquine, la 82, disponible en diciembre de este año. El León de Oro al Pabellón de España en la Bienal de Venecia 2016 o el premio Turner —dirigido a artistas— otorgado al estudio de arquitectura Assamble, demostraban cómo estas formas de operación, bien pequeñas y rápidas, bien prolongadas en el tiempo, ajustando el proyecto a los recursos de los que se disponía en cada momento, aparecían como una estrategia efectiva para seguir desarrollando una arquitectura de calidad sin por ello acabar con desorbitados presupuestos. Junto con ello, la recuperación del valor patrimonial, de las posibilidades de la preexistencia, pasó a ser, en muchos casos, tema central durante esta ultima década. O así podrían ponerlo de manifiesto dos proyectos que han sido noticia este mes: la Casa Vicens, en Barcelona, y el Muelle Hastings, en Sussex Oriental.
La Casa Vicens es un viejo conocido de la disciplina: uno de los primeros trabajos importantes de Antoni Gaudí, realizado entre 1883 y 1885, que, después más de 130 años como vivienda privada y dos años de restauración, abre ahora al público sus espacios interiores como parte del rico destino turístico de la ciudad catalana. Gaudí contaba por entones con 31 años y, gracias el beneplácito de su cliente, Manel Vicens i Montaner, pudo trabajar su imaginación en una construcción que ejemplifica su primera etapa, inspirada en el arte del Próximo y Lejano Oriente y la arquitectura nazarí, con un excelso trabajo en la decoración exterior con azulejo cerámico. La vivienda, en origen, era una lugar donde Vicens i Montaner se podía retirar en periodos estivales para disfrutar de la naturaleza, al estar situada en la villa de Gràcia —por entonces una zona independiente de Barcelona— y fuera de la aglomeración que comenzaba a vivirse en una ciudad, que, con los años, acabaría por absorber la villa como un barrio más. Afectado seriamente en su interior tras una ampliación, el edificio ha sufrido ahora una restauración minuciosa comandada por José Antonio Martínez Lapeña, Elías Torres y David Garcia, encargados de recuperar el lustre de la construcción original y adaptarla, al tiempo, a las nuevos requisitos que impone la actual normativa de construcción, así como los requerimientos programáticos, entre los que se incluye una tienda y una zona de exposiciones temporales y permanentes. Una obra más que recupera su esplendor y permite disfrutar del genio del arquitecto catalán.
El segundo caso, el Muelle Hastings, da nueva vida a un antigua construcción portuaria ejecutada en 1872, y caída en desgracia tras un incendio en 2010. Ante las ganas de recuperar el espacio para la ciudad, vecinos y políticos, con el apoyo del Royal Institute of British Architects (RIBA), promovieron un concurso que ganó el estudio londinense dRMM. El único requisito era que el muelle pudiera acoger usos múltiples. Desde ahí, comienza una historia de trabajo en colaboración con vecinos y artesanos locales –como las carpinteros, encargados de realizar el nuevo mobiliario–; de recaudación de fondos, y de definición de un programa de acuerdo a las nuevas necesidades de la ciudad. Todo ello ha acabado de forma feliz: el RIBA le concedió su prestigioso premio Stirling 2017 —el más importante del Reino Unido—, apuntando, desde su presidente, Ben Derbyshire, “que hoy los emblemas urbanos deben rescatar, inspirar, hacer posible y celebrar”. A primera vista, y sin conocer la historia detrás de su restauración, cuesta concretar dónde empieza y dónde acaba la labor del arquitecto, cuya mano quizá solo visible en el pabellón que acoge el café. Recibir el premio en tales condiciones parece celebrar otra forma de hacer, aquella que da cuenta de un trabajo donde destacar no es lo importante, donde parezca que no se hace casi nada, para dejar paso a lo más importante: la gente.
Quizá sea pronto o inocente ilustrar un patrón en base a dos proyectos, pero ambos podrían mostrar que nos encontramos ante otro modelo de hacer arquitectura, una silenciosa, que no tiene ya la necesidad de gritar por encima de su contexto, como tanto se acostumbraba en la época de bonanza económica.
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