Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
28 junio, 2015
por Juan Palomar Verea
Publicado originalmente en El Informador
La irreflexiva vida urbana que llevamos en las ciudades muchas veces ya no permite entender en qué lugar vivimos. Cuáles son sus características físicas, sus particularidades meteorológicas, las maneras sensatas de adaptar las costumbres humanas al medio físico. A mediados del siglo XIX, con la primera industrialización, se comenzó a pensar –no sin ingenuidad- que las ciudades también eran unas máquinas programables y predecibles, capaces de funcionar independientemente de su circunstancia natural. Obviamente, la realidad se ha encargado, y se encarga, de demostrar -muchas veces dolorosamente- lo contrario. Las fuerzas naturales rebasan con demasiada frecuencia los cálculos humanos.
El tiempo de aguas en Guadalajara dura alrededor de 100 días. Tradicionalmente, este plazo va, en términos generales, desde el 13 de junio, día de San Antonio, al 4 de octubre, fecha conocida como el Cordonazo de San Francisco. Durante ese lapso –muy variable a veces- los meteorólogos señalan que suelen suceder 8 o 9 eventos extraordinarios: tormentas de singular intensidad, trombas, granizadas. Además de estos fenómenos, existen todas las demás lluvias de mayor o menor abundancia. En un temporal suele llover una altura de casi un metro de agua por centímetro cuadrado.
O sea, como cualquier buen observador puede decir, las aguas en esta región son bravas, impredecibles, a veces violentas. Y suceden las costosas inundaciones. No hay drenaje pluvial que soporte las intensidades pluviales “pico”. Si la ciudad fuera campo abierto, también se inundaría por un rato, como cualquier ranchero lo sabe. Es obvio que la descontrolada urbanización de la ciudad y el desprecio por los cuidados hidrológicos agravan la situación de forma significativa. Así, hay voces que –siguiendo la noción de que la ciudad puede ser una máquina- piden la construcción de un “drenaje profundo” para aliviar cualquier anegamiento. El problema es que esa obra tiene un costo que rebasa cualquier límite presupuestal disponible y serviría únicamente para unos cuantos eventos extraordinarios. Sin hablar de que tal medida reforzaría la tendencia a desecar aún más los mantos freáticos y a tirar caudales que, de algún modo, se pueden aprovechar.
En el campo, en donde la tierra ha dispuesto durante millones de años sus propias y sabias soluciones hidrológicas, cuando llueve en serio los cauces se desbordan y los terrenos se inundan por cierto tiempo. Cuando llueve con intensidad, la vida natural hace una pausa obligada. Hombres y bestias se guarecen y se aguardan. Es lo lógico y lo razonable. De allí que ¿quién dijo que Guadalajara puede seguir funcionando de manera habitual a pesar de las tormentas? ¿Cómo se puede planear durante el tiempo de aguas cualquier actividad o trayecto como si tal temporada no existiera?
En muchas ciudades, como Madrid o París, bien se sabe que en el tórrido verano es desaconsejable trabajar. Así, buena parte de la población suspende actividades y sale de esas urbes. En otra escala, los países mediterráneos saben que la siesta no es simplemente un rato de descanso: es una medida inteligente para adaptarse y sobrellevar la climatología. Los habitantes de Guadalajara deberíamos regresar a la tradicional comprensión de nuestras condiciones naturales. A saber capotear con sensatez las aguas: a prevenir por todos los medios sus posibles daños, a dejar de tirar estúpidamente basura en las calles –causa en buena proporción de las inundaciones-, a administrar con inteligencia el tiempo y las actividades durante el temporal. A aguardarse. Y a ver llover.
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
El muy famoso en su tiempo Pelón de la Mora fue un arquitecto de excepción, un humorista consumado y un [...]