Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
26 septiembre, 2016
por Juan Palomar Verea
Teodoro, hace algunas décadas, se construyó ejemplarmente una casa para sí mismo y para Eugenia, su entrañable mujer. Escogió un estupendo terreno en la avenida Ámsterdam, en la Condesa, y ahí sentó lección y plaza. Y lo hizo con la enjundia y el gusto con la que alguien que siempre fue joven emprendía todos sus afanes. No se fue a esconder ni a “refugiar” al suburbio de los medrosos: la casa, en la ciudad abierta, proclama con reciedumbre y alegría que era allí la residencia del arquitecto de la ciudad. La gente podía identificarla, reconocerla como hito, mirar cómo su dueño entraba y salía, caminaba a su despacho situado en la misma calle.
En esa casa, Teodoro dispuso una larga alberca, un carril de nado. Y con espartana disciplina, todas las mañanas, iba y venía muchas veces atravesando el agua. Teodoro fue un nadador: alguien que supo cruzar por su siglo con destreza, resistencia, ánimo renovado. Contra la fatiga y los años, contra otras aguas encrespadas a veces, contra las veleidades y los claroscuros, contra las incontables dificultades que es preciso saber sortear hasta llegar a ser un gran arquitecto. La natural fluidez del movimiento natatorio, su indisoluble hermandad con la materia acuática y terrena, hacen quizá pensar en la sapiente manera como Teodoro trazó su recorrido vital por nueve décadas bien cumplidas.
Le Corbusier, el cuervo de las tempestades y los deslumbramientos, fue su maestro vitalicio. Tal vez la mayor lección que en el célebre taller de la rue de Sèvres aprendiera Teodoro fue la pasmosa manera como el autor de la capilla de Ronchamp ejercía una libérrima, proteica profesión poética y arquitectónica. Eso fue en 1947: ni un día pasaría después sin que el maestro de la avenida de Ámsterdam le reconociera su magisterio, su duradera y fundamental influencia. En este sentido, es Teodoro uno de los principales transmisores en nuestro medio de las más originales y profundas raíces modernas. Recuérdese que el Cuervo supo beber de las fuentes primigenias de la civilización Occidental, desde los griegos al Magreb. Y transfigurarlas.
Furibundamente moderno, Teodoro no hacía concesiones. Esa era una de las claves de su grandeza. Otra era su increíble manera de transmitir al cliente en turno –oficial o privado- una a veces difícil, dura poética. Además, supo mantener una permanente lucidez con la que, rigurosamente, leía el aire de los tiempos, sacaba sus particulares conclusiones. Junto con ello, conoció muy bien la arquitectura de todas las épocas de su país y extrajo de la tradición las líneas más sutiles, los gestos más duraderos. No de balde fue íntimo amigo de Octavio Paz, de Juan Soriano.
En alguna conversación particularmente memorable Teodoro hablaba de la ortodoxia moderna que privaba en la Escuela Nacional de Arquitectura en sus tiempos de estudiante. De esos dictados se derivaba, por ejemplo, el desdén y “la prohibición” por parte de algunos de sus maestros para acercarse a la obra de Luis Barragán. A Teodoro, en las fechas de la conversación, hará más de veinte años, en algo lo había dulcificado la vida, y seguía aprendiendo, como nunca dejó de hacerlo. Recordó entonces: “Pero a nuestras novias sí que las llevábamos a los jardines de Luis…” Su reconciliación con Barragán, de quien de cualquier manera había guardado distancia, se expresó en alguna otra posterior conversación en la casa del autor (junto con Goeritz) de las Torres de Satélite. Recorrió una vez más la casa, debió tomar tequila, y dijo: “Es que, en realidad, Luis Barragán fue nuestro gran moderno, en el sentido profundo de la palabra.” Un point, c’est tout, como lo hubiera dicho también Teodoro, quien fuera un gran francófilo, un voraz lector, un insuperable melómano, un notable pintor, un hombre universal. Pero, más allá de la anécdota, queda la gran lección de lucidez intelectual y de generosidad moral: prendas de la mejor raigambre moderna.
Jalisco le queda en deuda. Don Jorge Dipp fue por estas tierras su mecenas. Gracias a él pudo Teodoro construir el edificio de Sears de 16 de Septiembre, los Laboratorios Alpha (tristemente desfigurados hoy) del remate de Washington. Construyó la Unidad habitacional Clemente Orozco, notabilísima obra y en urgente estado de recuperación. Gracias al gobernador Agustín Yáñez y a José Rogelio Álvarez realizó en la costa jalisciense un vasto proyecto, una moderna utopía. Desde Barra de Navidad hasta Puerto Vallarta: ciudades, puertos, viviendas, torres. Quedan apenas vestigios de lo poco que pudo realizar. Pero queda un libro precioso y rarísimo, diseñado íntegramente –con el modulor- por Teodoro mismo, con maravillosos dibujos corbusianos. Esperemos que alguna inteligente editorial tapatía lo reedite para bien de la cultura arquitectónica nacional, y para bien del buen gusto editorial, tan escaso ahora.
Teodoro debió de haber recibido el Premio Pritzker. El Premio Pritzker, más bien, se lo perdió. Lo han ganado mucho menores arquitectos. Un premio no para engrandecer a Teodoro, quien no lo ocupaba. Sino para hacer más patentes, apreciadas y difundidas las luminosas hechuras y los arduos oficios del nadador, de uno de los más grandes arquitectos que Latinoamérica ha tenido. Descansará ahora Teodoro, nadando en las aguas del cielo de los hombres cabales, continuando después con sus dibujos, con sus pinturas, con su conversación brillante e irónica de hombre de la Ilustración, con su genio capaz de materializar, en sus momentos más altos, arquitecturas definitivas.
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