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Columnas

Suicidio y ciudad

Suicidio y ciudad

5 septiembre, 2017
por Georgina Cebey

La calle amasa experiencias: sociales, políticas, cívicas. En la calle se comercia, en la calle se juega. Y en la calle también a veces se muere. La muerte en la ciudad se define por la espacialidad urbana. Podemos pensar, por ejemplo, que con las transformaciones del paisaje urbano, los modos en que la muerte se manifiesta en el espacio público también se modifican. Así, los suicidios que ocurren lejos del ámbito privado delatan una relación en la que, si bien el hombre da sentido al espacio, éste último también otorga un sentido –tal vez final– al sujeto.

En 1938, una oda a la ingeniería se levantaba al norte de la ciudad. Como si fueran brazos, estructuras de acero se levantaban para sostener el primer paso a desnivel que atravesaba una parte de Nonoalco, zona conocida por las vías de los ferrocarriles que se extendían desde la estación Buenavista. Mientras veloces automóviles cruzaban el puente, abajo, sin embargo, un cinturón de miseria pululaba a las orillas de las vías de tren. Desde su creación, esa plataforma elevada funcionó como un mirador hacia la zona deprimida. Varias cintas del cine clásico mexicano de la década de los años cincuenta realizaron paneos desde la estructura e incluso le dedicaron alguna toma, reafirmando la connotación de espacio de la desgracia que desde tiempo atrás había adquirido esta zona en el imaginario colectivo. Este novedoso elemento arquitectónico impulsó un acontecimiento social que repetidamente era cubierto por la prensa de nota roja: los suicidios. Las hojas de los diarios de mediados del siglo XX cuentan las historias de cientos de desesperados que vieron el fin en ese puente. Los suicidas la consideraban una estructura lo suficientemente elevada como para perder la vida; abajo, entre el humo y el ruido de las máquinas, el acero de las vías recibiría cantidad de cuerpos. En esta zona, la lógica del puente se maximizó, pues si bien los autos cruzaban de un lado a otro, el “puente de los suicidios” también ayudo a cientos de sujetos a cruzar de la vida a la muerte.

En la mitología griega, el salto al vacío se consagró como la manera común para renunciar a la vida. Tal vez, cuando la Torre Latinoamericana, con sus 181 metros de altura, apareció en el firmamento en 1956, una nueva plataforma para los suicidas también se erigía –¿quién sino un suicida para apreciar el valor de las alturas?. El fotorreportero Enrique Metinides, reconocido por sus tomas para nota policíaca, cuenta haber documentado 9 muertes voluntarias en este rascacielos. La fotografía de uno de ellos fue tomada el 6 de septiembre de 1971, cuando desde el mirador un hombre se lanzó al vacío abismal encontrando el fin en el noveno piso. La fotografía de Metinides muestra el cuerpo inerte del hombre mientras un oficial de seguridad lo contempla. Uno de los barandales de la terraza está deforme: se puede suponer el impacto del cuerpo con el trozo de aluminio. Al fondo, se vislumbra el perfil de una ciudad que parece en calma. En otra de las imágenes del fotorreportero capturada en “la Latino”, un suicidio se enuncia con suspenso. El racionalismo de las cientos de ventanas de cristal que cubren la torre se rompe con la inquietante figura de una mujer de vestido rojo que pretende lanzarse al asfalto. Ese 2 de diciembre de 1993, Guadalupe Guzmán abrió una de las ventanas del piso 27 para quitarse la vida. En la siguiente fotografía, un rescatista surca las alturas impidiendo la tragedia.

Emile Durkheim escribió que “El cuadro que señala la parte relativa de los diferentes modos de suicidio, en el conjunto de las muertes voluntarias traduce, en parte, el estado de la técnica industrial de la arquitectura más extendida, los conocimientos científicos, etcétera. A medida que el empleo de la luz se vulgarice, los suicidios con ayuda de procedimientos eléctricos, se harán también más frecuentes”. Si traemos esta idea de 1897 al presente llegaremos al metro, otra de las infraestructuras urbanas que desde su aparición en la ciudad se convirtió en una de las más utilizadas por los suicidas. Cuando el transporte subterráneo se inauguró en 1969, el habitante de la Ciudad de México tuvo que aprender, por ejemplo, que no era necesario hacerle parada al tren naranja; que las puertas se cerrarían luego de una chicharra; o que el convoy solo pararía en estaciones específicas. Lo que el capitalino también aprendió en aquellos años iniciáticos del metro, fue que este medio de transporte también proporcionaba un método de suicidio efectivo. Actualmente, la muerte voluntaria en el metro va a la alza. El texto México tiene un máximo histórico de suicidios apunta que “aunque en todos los estados se observa que la mayoría de los suicidios son ahorcamientos o asfixias, algunos métodos son particularmente populares en ciertos estados. El caso más anómalo es el de la Ciudad de México, en la que lanzarse hacia un objeto en movimiento, aplastamiento, colisión con transporte motor y saltar desde un lugar elevado son métodos más frecuentes en la capital que en el resto del país.” El metro, con una red de líneas que deja una estación siempre a la mano, y con una entrada de bajo costo, se vuelve un método al alcance para quienes desean poner fin a su vida lanzándose a las vías tras el paso del convoy. Recientemente, el Sistema de Transporte Colectivo subterráneo han lanzado una campaña para “cambiar el estado de ánimo” de los usuarios colocando fotografías de paisajes en los túneles.

Si la infraestructura hace posible la parte material de la civilización de las urbes, también hace posible nuevas formas de morir. Una ciudad diferente se revela a los ojos del suicida. Quien decide renunciar a la vida en la calle, también hace pública su expresión de desesperación y dolor y, aunque una cicatriz de tragedia marca el espacio, la ciudad permanece estoica: bastan un par de horas para que los peritos levanten un cuerpo sin vida de algún espacio público. Luego de eso, la ciudad vuelve a su ritmo cotidiano, como si nada.

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