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Columnas

Status quo

Status quo

11 octubre, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

En el número de la revista The New Yorker publicado el 11 de octubre de 1947, Lewis Mumford publicó en su columna The Sky Line, un texto titulado Status Quo. Mumford iniciaba su texto diciendo que la serie de rápidas transformaciones el skyline de las ciudades de los Estados Unidos entre principios del siglo XX y la década de los treintas, cuando el perfil de ciudades como Manhattan cambiaba “cada año, si no cada mes,” se había detenido. Mumford afirmó en 1947 que “la construcción moderna interesante en Nueva York durante los pasados quince años ha sido en su mayor parte en edificios menores de 15 pisos.” El skyline de la ciudad, al menos en Manhattan, se había solidificado. “La mayoría de los edificios altos para oficinas u hoteles pertenecen a otra generación,” dijo. Tras poner varios ejemplos de edificios que le parecen buenos o malos y explicar sus razones, Mumford habla de nuevos vientos que soplan: “los mismos críticos, como el señor Henry Russell Hitchcock, que hace veinte años identificaban lo «moderno» en la arquitectura con el Cubismo en la pintura y con la glorificación general de lo mecánico y lo impersonal y de la estética puritana, se han convertido en abogados del personalísimo de Frank Lloyd Wright.” La consigna corbusiana de que la casa es una máquina de habitar, dice Mumford, había envejecido: “el acento moderno está en el habitar, no en la máquina.” Comenta cómo Siegfried Giedion, “alguna vez el líder de los rigurosos mecanicistas, ha salido en defensa de lo monumental y de lo simbólico, y entre los jóvenes hay una inclinación a jugar con los elementos «emotivos» del diseño: el color, la textura e incluso la pintura y la escultura” —y habría que confrontar eso que dice Mumford de la arquitectura moderna niuyorquina de finales de los años 40 con lo que pasaba, por ejemplo, en México: arquitectura emocional, integración plástica, simbolismo más o menos abstracto, etc.

Firmado por un crítico de la estatura intelectual de Mumford, el diagnóstico era de peso: “lo que alguna vez se llamó funcionalismo era una interpretación parcial de la función.” Los más rigurosos, sigue Mumford, “colocaban las funciones mecánicas de un edificio por encima de sus funciones humanas, ignorando las emociones, sentimientos e intereses de las personas que los ocupaban.” Para mostrar que tal falla no era imputable sólo a arquitectos medianos, Mumford cuenta una anécdota de Wright, “quien se dice alguna vez visitó de improviso la casa que le había hecho a un cliente, llamémoslo John Smith, quien había agregado algunos bellos tapetes y unas confortables sillas diseñadas por Aalto al mobiliario diseñado por Wright, quien le dijo: «ha arruinado este lugar por completo y me ha desacreditado. Esta ya no es una casa de Frank Lloyd Wright, es una casa de John Smith.” La anécdota que cuenta Mumford es prácticamente análoga a la que describe Adolf Loos en su texto Pobre hombre rico: el millonario encarga su casa a un conocido arquitecto quien diseña hasta el último detalle, incluidos mobiliario y vestimenta de los ocupantes —el objetivo del Loos era criticar a Henry van de Velde, aunque no lo menciona. Cuando el arquitecto visita a su cliente en la casa que le diseño, le reclama molesto por las pantuflas con las que lo recibe. El cliente responde que esas pantuflas se hicieron de acuerdo al diseño específico del arquitecto. “Sí —responde el arquitecto—, pero se diseñaron para el dormitorio. En esta habitación destroza usted con esas dos manchas de color toda la armonía que en ella existe.” El arquitecto también le reclama a su cliente que haya aceptado que le regalaran en su cumpleaños cosas para su casa que estaba ya, dede que fue diseñada, completa, como completa estaba ya la vida de sus ocupantes.

Mumford termina su texto con un elogio de una arquitectura vernácula, popular, abierta a lo que la gente que la ocupa desea y no sólo determinada por lo que los arquitectos suponen que necesita. El texto de Mumford tuvo sus efectos. Primero, al año siguiente el Museo de Arte Moderno de Nueva York, sede intelectual del Estilo Internacional, organizó un simposio titulado What is happening to Modern Architecture?, en el que participaron Alfred Barr y Henry Russell Hitchcock, arquitectos como Breuer, Gropius y Saarinen, y por supuesto el mismo Mumford. El simposio no sirvió para tomar una posición definitiva sobre el status quo de la arquitectura en aquél momento: ¿se había ya, de una vez, superado el funcionalismo y el movimiento moderno y a cambio se fortalecía un estilo popular que nunca había desaparecido del todo? Mucha de la arquitectura que se diseñó en los años siguientes a la publicación del texto de Mumford puede sugerir que el crítico firmó el certificado de defunción prematuramente. Pero la reacción contra el Estilo Internacional convertido en nuevo canon desde finales de los años sesenta: los posmodernismos de diverso cuño, el regionalismo crítico, por ejemplo, apuntarían a que el diagnóstico de Mumford tal vez tuvo algo de visionario. Aunque luego vendría, una vez más, la recuperación del modernismo, ahora calificado como tardo o hipermodernismo que, a su vez, vivirá sus propias crisis apuradas en parte por la debacle económica. Tal vez la lectura que algunos han sugerido sea correcta: el movimiento moderno —en arquitectura como en las artes o el pensamiento— surge como una reacción crítica a lo que lo antecede: su lógica es la de la crisis y las necesita periódicamente para reafirmarse. Sin crisis, la modernidad pierde su sentido transformador y transgresor y se convierte, como apuntó Mumford, en un paisaje congelado: el status quo.

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