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6 septiembre, 2024
por Georgina Cebey
Rolando Flores, Mesa de apuntes (detalle), 2023, Medidas variables
Paisaje es identidad y, en el caso de la ciudad de Monterrey, las siluetas de las montañas componen uno de sus elementos más reconocibles. La urbe que Alfonso Reyes nombró “Monterrey de las montañas” y “fábrica de la frontera” es una ciudad relativamente joven: aunque se fundó a finales del siglo XVI, su auge y crecimiento ocurren en el siglo XX. En esa etapa, Monterrey pasó de ser una modesta ciudad de menos de 100 mil habitantes a una de las urbes más prósperas y dinámicas de México. A través de procesos industriales y de gran inversión de capital, se convirtió en sede de una potente industria acerera, cementera y envasadora, y pronto aglutinó universidades y empresas de alcance internacional.
A pesar de su carácter industrial, Monterrey guarda un vínculo profundo con la naturaleza que le rodea. Está a unos pasos de la Huasteca, y se encuentra rodeada en varios flancos por escarpadas montañas que el poeta Manuel José Othón describió como “formas terroríficas y extrañas”. Aunque los habitantes de la urbe viven mayormente en el valle, la identidad de la ciudad proviene, en gran medida, de esos montes que le dieron nombre.
No es de extrañarse, entonces, que el paisajismo en Monterrey naciera obsesionado por la montaña. Es el caso de la obra de Saskia Juárez (1943), pintora formada en la Academia de San Carlos, que comenzó su carrera en la década de 1960 retratando las diversas figuras del paisaje regiomontano, en particular cerros y montañas. Su trabajo, que demuestra una obsesión por la luz, la textura y las formas, evoca cierta escuela del paisajismo clásico mexicano: uno que congela el territorio en el lienzo y ancla la mirada del espectador en un tiempo geológico más duradero que el humano. Al mismo tiempo, los paisajes de juventud de Saskia Juárez son, ahora lo sabemos, testimonios de montañas a punto de atravesar una veloz transformación.
Por su parte, el artista regiomontano Rolando Flores (1975), observa con atención el paisaje a través de su práctica escultórica, centrándose así en los vínculos del territorio con la economía, las prácticas sociales y, por ende, con el extractivismo. Con una mirada menos romántica, Flores nos traslada a una civilización que, en aras de construir, destruye: de ahí la obsesión del artista por los residuos de cemento, los desechos de la industria y el cerro convertido en unidad económica.
Esta exposición da cuenta del proceso que convierte la tierra en paisaje, el paisaje en pintura y la pintura en representaciones de identidad cultural. Surge de un diálogo intergeneracional entre dos artistas que en un principio parecen explorar el mundo desde enfoques diversos. El núcleo físico, simbólico y metafórico desde el que Juárez y Flores dialogan son los cerros, esos componentes del paisaje que sobresalen reclamando ser vistos y adorados.
Si entendemos el paisaje como una materialización de la relación indisoluble de naturaleza y sociedad, el diálogo que sostienen Juárez y Flores pone en duda la atemporalidad de las montañas. En una de sus estrofas, la canción en proceso de composición “Cerro herido” se lamenta de montañas “que se derriten como icebergs”. La canción, que toma el título de una de las primeras pinturas de Juárez dedicadas a la afectación del entorno, ejemplifica la interlocución entre ambos artistas. Flores retoma el leitmotiv de la pintora, señalando que lo devastador no es el calentamiento global, sino la acción directa del hombre.
En “Escenografía para una ciudad”, los majestuosos montes de Juárez se tensionan sobre un gran lienzo con la pieza “Paisaje fragmentado”, a partir de los bloques de cemento recolectados por Flores. La obra marca el inicio de la colaboración entre los artistas y recuerda la etapa de Juárez como escenógrafa al tiempo que revela cómo, a modo de ensayos o pruebas, la meditación de los artistas apunta hacia un espacio que se vacía, que avanza hacia los cerros desgajados. Si el ejercicio de la paisajista sugiere la contemplación del entorno, los tanteos e intervenciones de Flores tensan cualquier práctica de contemplación romántica.
En México, como en otras partes del mundo, el arte paisajístico acompaña un proceso de formación nacional. La palabra paisaje proviene del latín pagus, que alude a un cantón rural o terruño. Los paisajes construyen imaginarios en torno a los estados nacionales, que convierten espacios vastos en microcosmos de sentido. El siglo XIX mexicano vio el auge de una escuela en la que pintores como Eugenio Landesio, José María Velasco, Félix Parra, entre otros, retrataron un país que construía tanto sus imaginarios naturales como su infraestructura.
Así, el paisaje moderno se transforma en algo más parecido al Landschaft, concepto alemán que se ha entendido a partir de la suma los conceptos Land (tierra) y schaffen (crear): un territorio cuya morfología la determinan tanto fuerzas naturales como humanas. Saskia Juárez y Rolando Flores. A propósito del paisaje nos muestra un territorio representado por dos artistas en dos generaciones distintas. Una diferencia temporal que en tiempos geológicos es insignificante, pero que dada la velocidad a la que cambia el paisaje en tiempos de extracción capitalista nos permite observar la voracidad de una sociedad que entiende las montañas como un repositorio de sentido y cultura, pero también de cemento, cal y otros materiales explotables. De un sistema económico que, al tiempo que avanza, destruye todo rasgo de identidad posible.
La exhibición A propósito del paisaje, con Saskia Juárez y Rolando Flores, se exhibe en el Complejo Cultural Los Pinos de la Ciudad de México hasta noviembre de 2024. La exposición es parte de las celebraciones de los 200 años del Estado de Nuevo León, en el Festival Nuevo León en Los Pinos, organizado por la Secretaría de Cultura de Nuevo León; también ha sido realizada en colaboración con CONARTE.
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