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Saber ver el espacio

Saber ver el espacio

9 enero, 2016
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

El doctor P. era un músico distinguido, había sido famoso como cantante, y luego había pasado a ser profesor de la Escuela de Música local. Fue ahí, en relación a sus estudiantes, que ciertos extraños problemas se observaron por primera vez. A veces un estudiante se presentaba y el Dr. P. no lo reconocía o, específicamente, no reconocía su cara.

Así empieza uno de los relatos clínicos más conocidos de Oliver Sacks —que incluso sirvió para que Michael Nyman compusiera una ópera de cámara—: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. El Dr. P. padecía una forma extrema e intrigante de agnosia visual, es decir, la incapacidad de reconocer lo que veía. Por eso no podía ponerle nombre a las caras y a una rosa que le muestra el médico la describe como una forma envuelta sobre sí misma de la que sale una protuberancia lineal de color verde, o un guante como una superficie continua, replegada sobre sí misma, de la que sobresalen cinco bolsillos. El doctor Sacks concluye que su paciente ve pero no puede ver, pues aunque no hay ningún impedimento físico, ningún daño en sus ojos que le dificulte percibir las formas que se le muestran, es incapaz de verlas como lo que son —y una rosa, bajo cualquier otro nombre, ¿seguirá siendo una rosa, una rosa, una rosa?

En 1948 Bruno Zevi publicó uno de sus libros más conocidos: Saber ver la arquitectura. El primer capítulo se llama La ignorancia de la arquitectura. Ahí Zevi comenta el “casi ritual” de iniciar cualquier estudio de la arquitectura “con un reproche para el público” que, si bien pueden usar, ocupar e incluso describir edificios que encuentran a su paso o que frecuentan de manera cotidiana, no les prestan atención del modo debido. Digamos que la ven sin verla, sin ver lo que realmente es la arquitectura. Como el Dr. P., describirán un edificio por sus características constructivas, por su estilo histórico según una etiqueta más o menos bien entendida, o con criterios que responden más a la pintura y otras artes de la imagen que a la arquitectura, sin atinar a decir qué es eso que ven. Para Zevi, el problema no es imputable entera ni, mucho menos, principalmente al público: los especialistas han sido los primeros en no saber ver qué es lo esencial para la arquitectura, según Zevi: el espacio:

La ausencia de una historia aceptable de la arquitectura proviene de la falta de habituación en la mayoría de los hombres para comprender el espacio, y del fracaso de los historiadores y de los críticos de arquitectura en aplicar y difundir un método coherente para el estudio espacial de los edificios.

El espacio del que habla, aclara Zevi, no es el interior solamente: “la experiencia espacial propia de la arquitectura tiene su prolongación en la ciudad, en las calles y en las plazas, en las callejuelas y en los parques, en los estadios y en los jardines.” Tampoco es el único valor de una obra arquitectónica: “todo edificio se caracteriza por una pluralidad de valores: económicos, sociales, técnicos, funcionales, artísticos, espaciales y decorativas.” Sin embargo, dirá Zevi, “la historia de la arquitectura es, ante todo, la historia de concepciones espaciales.” Por eso, tal vez, su libro se tradujo al inglés con el título Architecture as Space. ¿Cómo podemos ver eso, el espacio?

Bruno Zevi nació en Roma el 22 de enero de 1918. De familia judía, dejó Italia en 1938 a causa ce las leyes raciales impuestas por los Fascistas. Primero fue a Londres y luego a los Estados Unidos, donde estudió arquitectura con Walter Gropius en Harvard. Regresó a Europa en 1943 y a Italia un año después. Zevi murió en Roma el 9 de enero del año 2000. Un par de años antes, en Venecia, dio una plática titulada Spazio e non-spazio ebraico, en la que en parte resumía otra conferencia que había dado años antes en Roma diciendo, primero, que el pensamiento hebraico tiene una concepción del tiempo, antes que una del espacio; segundo, que para los judíos, “nómadas primero, después errantes,” dice citando al rabino Abraham Joshua Heschel, “los sábados son sus grandes catedrales;” que el arte judío rechaza el clasicismo, porque impone un orden a priori, la ilustración, porque propugna ideas universales, absolutas y absolutistas, y que privilegia el devenir sobre el ser y la formación a la forma como entidad cerrada.

Dos años antes de morir y cincuenta después de haber publicado Saber ver la arquitectura (como espacio), Zevi habla del fin del racionalismo en arquitectura, que inició con Ronchamp, de Le Corbusier, y siguió con Utzon, Saarinen o Scharoun, entre otros. Y habla de una arquitectura “liberada de cualquier abstracción idólatra” y de la voluntad de ser monumental —que, paradójicamente, ejemplifica con obras como el Museo Judío de Libeskind o el Guggenheim de Gehry.

Antes, dice, la arquitectura “en vez de reflejar las enseñanzas de la vida, las enmascaró con fines compensatorios.” Ahora, la arquitectura renuncia a lo bello en favor de lo significativo, con capacidad de reírse de sí misma. En 1998, Zevi pensaba que la “escritura arquitectónica” por venir sería neutra, “actuando por debajo de la del poder y por encima de la lengua vernácula.” Una arquitectura en yiddish —y no se puede más que recordar el breve texto de Deleuze y Guattari, Kafka, por una literatura menor, no por el yiddish sino por la idea de una lengua cuya fuerza reside en no ser ni la del poder ni la de la costumbre. “La arquitectura del futuro —dice Zevi— será, por primera vez en la historia, toda la arquitectura, el espacio mismo, sin recetas.”

La arquitectura del futuro, quizás, implicaría saber ver la rosa y, al mismo tiempo, la forma roja envuelta sobre sí misma y con un filamento verde, ver el guante como guante y, al mismo tiempo, como una superficie replegada sobre sí misma y con cinco bolsillos de distinto tamaño. Aunque hoy, dieciséis años después de la muerte de Zevi, acaso ese futuro aun esté por llegar.

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