Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
6 septiembre, 2022
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Trabajar en filosofía —como el trabajo en arquitectura en muchos aspectos— es realmente trabajar en uno mismo. En la propia interpretación. En la manera de ver las cosas. (Y en lo que uno espera de ellas.)
Ludwig Wittgenstein, 1931
A partir de cierto momento de mi vida, comencé a considerar el oficio o el arte como descripción de las cosas y de nosotros mismos.
Aldo Rossi, 1981
Lingüísticamente, según escribió Bernard Tschumi en su famosos ensayo The Architectural Paradox, «“definir el espacio” significa tanto “hacer el espacio distinto” como “establecer la naturaleza precisa del espacio”». El texto de Tschumi fue publicado originalmente en1975. Once años después, en 1986, la Architectural Association publicaba Victims, una propuesta de John Hejduk para “un lugar a ser creado a lo largo de dos periodos de 30 años” en la ciudad de Berlín. En la introducción, Hejduk escribió: cada estructura ha sido nombrada. Nombrar una estructura —el puente rojo, por ejemplo—, no la determina ni la define por entero.
A las definiciones y los nombres, habría que sumar también los relatos, las narraciones de espacios o de acciones que pueden tener lugar en dichos espacios. “Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa y respirando lenta y regularmente,” escribió Julio Cortazar en sus Instrucciones para subir una escalera. Si no hay impedimentos que dificulten el acto de subir o bajar escaleras, es algo que muchas personas hacemos de manera cotidiana y casi sin pensar. La descripción que hace Cortazar, además del gozoso ejercicio literario, arroja luz sobre lo complejas que algunas acciones, como subir escaleras, pueden resultar si las pensamos e intentamos describirlas puntualmente. En algo se acerca el intento de Cortazar a la descripción que el Dr. P., protagonista del cuento de Oliver Sacks El hombre que confundió a su mujer con un sombrero —quien padece, según el narrador y alter ego de Sacks, agnosia visual: la imposibilidad de nombrar lo que ve y, por tanto, según el mismo Dr. S., ve, pero no ve—, quien describe lo que normalmente llamamos una rosa como “a convoluted red form with a linear green attachment.”
Esa dificultad narrativa se torna en riqueza cuando las palabras describen espacios que, quizá, dibujados o construidos a escala, resultarían demasiado determinantes —o determinados. Es quizá parte del encanto que, desde hace ya cincuenta años, Las ciudades invisibles de Italo Calvino han ejercido sobre quienes practican la arquitectura. También es una arquitectura narrada la que permite a Hejduk escribir: “La pregunta: ¿es posible tener, hacer, producir una arquitectura… una arquitectura enamorada?” —y el inglés architecture in love deja en suspenso quién está enamorada: la arquitectura o la persona que la tiene, la hace o la produce o, probablemente, ambas. En la introducción a su libro Polyphilo or The Dark Forest Revisited —que recuenta el libro atribuido a Francesco Colonna Hypnerotomachia Poliphili, publicado en Venecia en 1499—, Alberto Pérez Gómez escribe que la “forma narrativa nos previene de reducir su ‘contenido’ a una lectura instrumental y, por tanto, abre maneras de articular cuestiones éticas pertinentes a nuestra propia práctica arquitectónica.”
Lo anterior viene a cuento por la lectura que hice de dos libros recientemente publicados por dos arquitectos —y amigos, debo decir: Only the lull I like. A diary of the common, de Carlos Lanuza, y Las casas que me habitan, de Mauro Gil-Fournier.
Como en relato de Borges o en la Lolita de Nabokov, en Only the lull I like el narrador nos cuenta haber comprado en un mercado de pulgas un cuaderno con anotaciones y recortes de periódico y, tras pedirnos considerar ese diario tan real como nuestro propio pasado, lo transcribe. Quien escribió el diario llegó a la ciudad —Barcelona— un 7 de marzo. El 30 consiguió trabajo en Madame Petit —el más famoso burdel de la ciudad, se puede leer en Wikipedia, que abrió junto con la Exposición Universal de Barcelona de 1888 y cerró con la Guerra Civil. El 12 de abril describe al burdel como un lugar con un gran salón y cuartos: “unos para el amor, otros para grupos y otros para cosas que ni siquiera puedo escribir aquí.” Roig —así llaman a la persona que escribe el diario que el autor transcribe—, piensa también en la ciudad afuera del burdel o, quizá, sobre qué es lo que está realmente afuera: la ciudad o el burdel. Y el 8 de noviembre escribe:
Nos movemos de maneras diferentes, hay un atlas de movimientos para cada persona diferente. […]
¿Cómo podríamos usar el espacio si fuésemos realmente conscientes de él? ¿Cómo sería moverse de una manera reflexiva y no sólo automática? Quienes bailan quizá puedan darnos algunas lecciones sobre eso, o también las personas con algún tipo de impedimento.
Las casas que me habitan habla de arquitecturas afectivas, entendidas como “la construcción de un entorno de aprendizaje de la vida, que atraviesa el ámbito profesional, el educativo y el ámbito de lo personal.” Parte de la idea de que la arquitectura nos compone y nos afecta, y nos lleva a recorrer, narradas, la casa de la preguntas —donde vivir no es tarea fácil— y la casa de la certezas —donde no se discute porque no hay preguntas—, la casa de las culpas —que es vertical y es, también, un juicio permanente— y la del deslumbramiento —que es una donde creemos estar bien, porque nos parecemos a algo o alguien que nos gusta—, la casa del apego —que nace con nosotros pero no depende sólo de nosotros— y otra, desinhibida —que te habita ya al final, cuando otras más te han habitado ya. En el epílogo, Gil-Fournier nos dice:
Más allá de los títulos técnicos, oficiales y específicos, todos somos de alguna manera arquitectos. Cualquier persona, cualquier ser construye su espacio con sus intuiciones, formas, deseos, límites y políticas.
Esta arquitectura narrada no es literatura —bueno, sí, también lo es: se lee y disfruta página a página, impresa en un libro. Pero no es literatura en el sentido de que por serlo deje de ser arquitectura. Entonces, me retracto —y no—: esta arquitectura narrada es también literatura, pero sin dejar de ser arquitectura. Cuando se dedica algún tiempo —como es mi caso— a leer memorias descriptivas de diferentes proyectos, es muy triste encontrarse con tanto edificio que no pasa de ser una colección de nombres para supuestos usos de las habitaciones, quizá una vista, unos metros cuadrados y, con suerte, la descripción de alguna condición particular del sitio donde se erige. A veces se tiende a pensar que el problema es del edificio, pero, como escribió el filósofo Richard Rorty: el mundo no habla, sólo nosotras lo hacemos. El problema, tal vez, es que —incluso con el guiño kahniano— no escuchamos lo que el edificio dice.
Dice quien escribió el diario transcrito en el libro de Lanuza: “siempre pienso en el hecho de que vivimos mediante ficciones.” Y para narrar ficciones —así sea en forma de edificios que habitamos y que nos habitan— se empieza por escuchar.
Y dice Gil-Fournier:
Diseñar es poner atención, escuchar para detectar las realidades afectivas que percibimos en nosotros y en nuestros entornos. Dibujar lo que observamos es investigar, es hacer del dibujo una herramienta de la intuición.
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