6 agosto, 2013
por Thomás Mesa | Twitter: Thmesa
Cuando en la década de los 50´, en medio del despegue del país como potencia mundial después de la II Guerra Mundial, cada familia cumplía su sueño de una casa y un coche, el presente y el futuro de Detroit parecía ser de un potencial infinito. Fue esa ciudad el marco de un experimento que trajo consigo la automatización del trabajo mediante las líneas de producción de Henry Ford; ya este hecho había sido notorio desde hace 30 años con la producción de sus famosos Modelo T e incluso habían formado parque de la exitosa maquinaria de guerra que les llevó a producir coches y motores de aviones que llevaron a la nación al triunfo en Europa y en el Pacífico. Fue en esta década cuando se disfrutaban esos logros, el bienestar y, en definitiva, la sensación de imbatibilidad frente al destino. Seguramente muchos de los directivos de empresas automotrices, empleados y políticos pensaban que al producir coches buenos y baratos, y con una demanda inelástica, todo el mundo los necesitaba o necesitaría eventualmente y que su fuente de ingresos no correría peligro. No vislumbraban la posibilidad de que en los años 80 los europeos y los asiáticos fabricarían mejores coches, con precios similares y menos que el ciudadano norteamericano se daría cuenta y los compraría.
El pasado julio, cuando la administración Obama se negó a financiar las cuantiosas deudas de la ciudad con sus acreedores, Detroit no tuvo otro camino que declararse en suspensión de pagos, un término jurídico que tiene distintas características según el ordenamiento de cada país y que puede ser más o menos grave en función de cómo se calculan los pasivos, pero que básicamente sirve como un medio de protección contra los acreedores: una manera de oficializar la insolvencia y de ordenar y priorizar el pago. Se trata de una herramienta muy necesaria en un marco complicado en el que existen deudas a nivel local, estatal y nacional y en donde no se vislumbra ninguna fuente de ingresos que permita apalancar dicha deuda y brindar tranquilidad a dichos acreedores. El panorama que se ha reproducido a nivel micro en muchas familias estadounidenses durante esta crisis se representa de forma impostergable a nivel macro en la que fue una de las principales ciudades de la nación y, más aún, fungió durante mucho tiempo como su estandarte, lo cual convierte esto en un mensaje doloroso para el resto del país y hace que muchos repitan en sus mentes: “ya no somos una potencia industrial”.
En Estados Unidos, por idiosincrasia, son enemigos de los rescates públicos o de la intervención del todopoderoso Gobierno. Los ciudadanos piensan que su dinero no debe destinarse a campañas de salvación que no vayan a generar beneficios posteriores para la sociedad. Por eso esta decisión de no intervenir en la ciudad no ha traído grandes criticas. Menos cuando una de las primeras decisiones de Obama en 2009 —no exenta de polémica— fue rescatar a la industria automovilística (General Motors). El caso fue exitoso y ha logrado poner a flote a la empresa y salvar muchos empleos, aunque no todos. En su momento fue visto como una forma indirecta de rescatar a Detroit, sede de las principales empresas automotrices; pero en la práctica esto no ha sido así.
Detroit ha perdido población —casi un 60% desde finales de los 70— y ese proceso se ha incrementado desde el inicio de la crisis en 2008, con mas pérdidas de empleo, mayor delincuencia, peores servicios públicos, emigración de sus habitantes en la búsqueda de empleo en otras ciudades, caída de los precios de las viviendas —llegando incluso al abandono literal de las mismas— y una caída vertiginosa en los niveles de recaudación de la ciudad. ¿Si no hay población, y la que hay está desempleada, a quién se puede cobrar impuestos?. La población activa que trabaja en la ciudad no reside en ella, prefieren vivir en mejores condados a las afueras donde no hay delincuencia y sí mejores prestaciones, por lo que tributan allí, eliminando lo que serían posibles ingresos a Detroit. Es sin duda un panorama tan triste como inevitable en lo que venía siendo un círculo vicioso desde hace algunos años, una especie del efecto multiplicador de la caída del ingreso.
Por si fuese poco, los trabajadores de la industria automovilística en muchos casos no son cualificados: víctimas de las líneas de producción repetían mecánicamente una acción en la que eran buenos y eso les deja pocas oportunidades de encontrar otros empleos y pocas esperanzas a la ciudad de que su población activa pueda reinventarse y generar otras actividades productivas que la salven. En los tiempos de bonanza, cuando ni Japón ni Corea del Sur invadían con sus coches al mercado estadounidense, era mucho más fácil tener un trabajo bien remunerado que invertir tiempo en capacitarse, en un ejemplo que lamentablemente se ha visto en la Manchester post industrial o recientemente en España con el estallido de su burbuja inmobiliaria. El peor ingrediente para un problema económico es la falta de acción o los errores en el intento de corregirlos, en el caso de Detroit la corrupción de los dirigentes políticos o la inversión en obras faraónicas de carácter privado como las torres del Renaissance Center de General Motors, o de carácter público como el monorriel Mover —hecho para mover gente en una ciudad sin gente—, han hecho un flaco favor a las ya deficitarias arcas públicas. Otro ejemplo de que las grandes obras de infraestructura no siempre sirven para atraer personas o capitales por sí mismas.
Dentro de un panorama tan dramático, queda la esperanza de que otras ciudades ya han pasado por esto y que hay posibilidades y enseñanzas de cómo poder revertir la situación. Ciudades como Nueva York, Boston o Manchester tuvieron en determinados momentos que reformular su actividad económica. En los dos últimos ejemplos, lo hicieron a costa de sacrificar su tamaño, lo cual es ya la realidad de Detroit. En tiempos donde las empresas tecnológicas o las Start-Ups están de moda, parece una coyuntura interesante para atraer este tipo de empresas ofreciendo suelos, oficinas y espacios comerciales baratos, así como bajos impuestos. Y sí: incluso cuando más que nunca se requieren ingresos, lo acertado sería aplicar una política tributaria que atraiga a nuevas pequeñas y medianas empresas para comenzar a revertir la dinámica que ha desencadenado el contexto actual. Puede haber una nueva Detroit, pero quizás nunca como la que una vez fue.
Detroit Industry Murals | Diego Rivera