Saskia Juárez y Rolando Flores. A propósito del paisaje
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25 julio, 2017
por Georgina Cebey
En 1851, con motivo de la Gran Exposición de Londres, Joseph Paxton levantó el Palacio de cristal, edificio de hierro y vidrio, de lógica modular y escala nunca antes imaginada. En esta especie de invernadero gigante, con 564 metros de largo, 200 de ancho y más de 30 de altura en la parte más alta, Paxton redujo la labor constructiva a la colocación y ensamble de piezas prefabricadas: 35 semanas de trabajo bastaron para que la sede de la exposición universal quedara lista. Con una planta libre, techos y muros transparentes que daban la espalda al ornamento y una construcción convertida en proceso industrial, una catedral de vidrio tomó forma. Recibió en promedio 11 mil visitantes por día.
Haciendo honor a su oficio de jardinero, Paxton había plantado ahí la semilla de la arquitectura moderna. Sin embargo, lo que en ese entonces impactó más a los asistentes no fue el espacio, sino los inusuales baños que en nada asemejaban los que podían encontrarse en las casas victorianas de la época. Estos sanitarios, equipados con inodoros de cisterna y cadena, cautivaron a las multitudes de visitantes que hicieron largas filas para jalar la cadena mientras sus desechos desaparecían tras una corriente de agua (para dar cuenta de lo sorprendente de este invento, cabe mencionar que el museo más importante del país, el Museo Británico contaba con dos únicos baños en el exterior para atender a sus 30 000 visitantes diarios). Aunque el artefacto existía desde principios de siglo (en 1801, Thomas Jefferson había mandado instalar tres inodoros con cisterna en la Casa Blanca), fue esta exposición universal la que desató el consumo masivo de excusados pues, como nunca antes, la gente comenzó a colocar inodoros con cisterna en sus casas. En pocos años, según relata Bill Bryson, 200 mil retretes se habían instalado en Londres: a la revolución de acero y cristal le siguió la revolución de la porcelana.
Los excusados llegaron, las habitaciones cambiaron; la casa burguesa, que en el siglo XVIII contaba con tinas y carecía de retretes, a inicios del siglo XX ya consideraba un cuarto de baño con tina, lavabo e inodoro. Con el tiempo los sanitarios fueron reduciendo su tamaño e incorporando cañerías y muebles adosados para facilitar la limpieza; así, el ideal del baño moderno consagró como máxime de la higiene el cuarto de baño con aspecto de quirófano, la idea era “limpiar” la imagen lóbrega del lugar destinado a recibir deposiciones humanas. Cubierto con prístinos azulejos blancos que alertaran sobre cualquier mancha de suciedad, con una iluminación resplandeciente, porcelanas escandalosamente brillantes y espejos donde reflejar el cuerpo limpio y libre de desechos, el baño se convirtió en un sitio anodino. En 1933, cuando Junichirò Tanizaki se propuso construirse una casa al más puro estilo oriental, el baño fue motivo de disertaciones. Al escritor japonés le preocupaba tener un baño con todas las comodidades occidentales y que a su vez resultara un espacio capaz de proporcionar alguna emoción; esto debido a que, para los japoneses, el baño es un lugar “concebido para la paz del espíritu”. Tanizaki describe un baño alejado de la construcción principal, en medio del bosque y desde donde pueden contemplarse el cielo y el follaje de los árboles. Desde ahí se escucha la lluvia y se huele el musgo; en armonía con la naturaleza, bastan unos muros claros, luz tenue y una ranura a ras del suelo para liberar los despojos; en el baño japonés, según el escritor, es posible “gozar la punzante melancolía de las cosas en cada una de las cuatro estaciones”. De acuerdo con esta concepción en la que naturaleza y espacio parecen nutrirse una de la otra, el escritor deduce que “es en la construcción de los retretes donde la arquitectura japonesa ha alcanzado el colmo del refinamiento”.
Además de ser los espacios del detritus, es en los baños donde pueden rastrearse rasgos precisos de una colectividad. No en vano –aunque no en un tono muy positivo–, el arquitecto Adolf Loos le confirió a los sanitarios públicos la función de indicador de desarrollo social de acuerdo a la cantidad de rayones en sus muros. Cuando Sergio Pitol recorrió el país de Georgia, la visita a un baño publicó dejó estupefacto al autor. En un local concurrido, de luz escasa y aire pútrido, hombres de todas las edades departían sobre una banca larga, un retrete comunal. El comportamiento y las condiciones del lugar desquiciaron al autor: Pitol cuenta que “Se oían carcajadas al mismo tiempo que ruidos de vientre”. Esa “verbena excrementicia” similar a los infiernos de Dante, donde los hombres compartían el asiento con desinhibición –tal vez retomando de la antigua Roma el ritual social de compartir la letrina–, le resultó incomprensible a este viajero mexicano para quien el cuarto de baño se asocia con la privacidad.
Un país habita en cada sanitario. Como sitio de rituales meditativos capaces de inspirar a maestros del haiku, espacio fisiológicamente pragmático o como escenario de una experiencia social, el baño es receptáculo de rasgos de una cultura. Entre otras cosas.
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