Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
18 noviembre, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
El cuerpo se inscribe en la arquitectura. El espacio lo arropa o lo refleja. El espejo y el manto, un breve texto de Fernando Pérez Oyarzun —publicado por ARQ Ediciones junto con Ortodoxia/Heterodoxia, del mismo autor, en una serie de pequeños libros (“libros con contenido de peso aunque livianos, en vez de pesados con un contenido liviano”, dice su editor, Francisco Díaz)—, recupera un texto publicado originalmente en 1997 en Anybody, de la serie Any, dirigida por Cynthia Davidson. El espejo y el manto nombran dos experiencias del cuerpo, la segunda cercana y táctil, la primera más distante y visual. Esas dos experiencias del cuerpo le sirven a Pérez Oyarzun para calificar dos modos de concebir otros cuerpos, los edificios, y la arquitectura que los genera. Al edificio se le puede entender bien como un espejo que nos refleja pero también nos enfrenta: “es un «otro» que aspira simultáneamente a la equivalencia y al a autonomía,” dice. En cambio, también se puede pensar en el edificio como manto que “nos envuelve en una experiencia tan cercana como el cuerpo mismo, y por tanto igualmente invisible.” La doble metáfora se abre a múltiples interpretaciones y cuestionamientos sobre el papel que juegan tanto la arquitectura como el edificio. ¿Nos reflejan, y si así fuera a quién: al autor, al habitante, a la sociedad entera? ¿Nos cubren, y si así fuera para qué: para protegernos o para engalanarnos, por decoro o por decoración? La cuestión no se zanja con una disyuntiva entre el espejo y el manto, entre una arquitectura óptica y otra háptica, una para los ojos —en especial el ojo de la mente— y otra para los sentidos —en especial el del tacto que en vez de localizarse en un punto, dicen, se distribuye por toda nuestra piel. No es esto o lo otro sino esto y lo otro: espejo y manto, imagen y sensación, el sentido y lo sentido. Incluso ni las mismas categorías que plantea Pérez Oyarzun se cortan limpiamente sin que restos de una se vayan en la otra: el ajuste perfecto del manto al cuerpo, “el edificio como un guante que calza físicamente con el cuero,” implica, dice, la imagen de un cuerpo estable.
Pero el cuerpo también responde ante la arquitectura que lo envuelve o lo imagina; el cuerpo actúa o reacciona: hace y recuerda. Cuerpo, recuerda no solamente cuánto fuiste amado, escribió Cavafis. No sólo los lechos en que te acostaste, sino también aquellos deseos que por ti brillaban en los ojos manifiestamente y temblaban en la voz. El cuerpo recuerda y recordando resiente, como si hubiera una física y más: una fisiología del recuerdo.
Por mucho tiempo me he acostado temprano. Es la primera frase de Du côté de chez Swann, el inicio de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust —nacido el 10 de julio de 1871, en el barrio de Auteuil, en París, y que murió 51 años después, el 18 de noviembre de 1922. Unas líneas adelante Proust escribe:
Puede ser que a inmovilidad de las cosas que nos rodean les sea impuesta por nuestra certidumbre de que son ellas mismas y no otras, por la inmovilidad de nuestro pensamiento frente a ellas.
Las cosas, a veces, no cambian porque nuestro pensamiento se atora frente ellas y en vez de verlas las recuerda como siempre han sido. A veces, eso es distinto. Al despertar a medianoche de un sueño profundo, “con el pensamiento dudando en el umbral entre el tiempo y las formas,” no podía recordar en qué lugar estaba ni, por tanto, quién era. Entonces Proust confía la reconstrucción del lugar y de su propia identidad a la memoria del cuerpo. Recuerda, cuerpo:
Mi cuerpo, demasiado torpe para moverse, intentaba, según fuera la forma de su cansancio, determinar la posición de sus miembros para de ahí inducir la dirección de la pared y el sitio de cada mueble, para reconstruir y dar nombre a la morada que le abrigaba.
Todavía más, como la memoria involuntaria —esa desatada por un aroma que nos arrastra hacia nuestros recuerdos— “su memoria de los costados, de las rodillas, de los hombros, le ofrecía sucesivamente las imágenes de las varias alcobas en que durmiera, mientras que, a su alrededor, las paredes, invisibles, cambiando de lugar según la forma de la habitación imaginada, giraban en las tinieblas.” Antes que el pensamiento distinga con claridad quién soy y dónde estoy, insiste Proust, el cuerpo va recordando cada sitio, cada mueble, cada detalle de la habitación y con la memoria del cuarto propio, la propia identidad.
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