Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
28 abril, 2016
por Juan Palomar Verea
La ciudad produce una serie de inercias. Algunas benéficas, otras definitivamente perjudiciales. La dinámica de todos los días va conllevando hábitos y situaciones que, a fuerza de repetirse, muchas veces se piensan inherentes a la vida urbana. Por ejemplo el ruido.
Guadalajara es una ciudad ruidosa. Una cosa es el sonido normal de las actividades cotidianas, cuya índole es muy variada. Desde el cencerro del carretón de la basura, el silbido de los carteros (¿se oirá todavía?), el reclamo moderado de muy diversos mercaderes, el tránsito normal, etcétera. El problema es la larga serie de abusos sónicos que las autoridades, y aún peor, la comunidad tolera. De sobra se sabe que la contaminación auditiva va directamente en contra de la calidad de vida de los habitantes. Que provoca neurosis, enajenación, inclusive sordera precoz.
De la larga serie de ejemplos, tomemos los locales con “música”: son capaces de volver insoportable la vida diaria a su alrededor. Desde los “antros” cuyos decibeles son incontrolados. En rigor, este tipo de locales deben estar perfectamente aislados desde el punto de vista acústico de manera que permitan la tranquilidad y el sueño a los habitantes cercanos. No que emitan al exterior una cierta cantidad de decibeles: que no emitan ninguno. Esta es la norma en cualquier ciudad civilizada. En la actualidad tapatía, los “antros” son un factor para el deterioro vecinal y barrial al obligar a los vecinos a emigrar y así volver más hostiles y peligrosos los entornos. Resulta increíble que la autoridad no sea eficaz y terminante en estos aspectos y más increíble que los grupos de vecinos no se organicen para exigir y obtener el orden necesario.
¿Quién sanciona y permite que avionetas vociferantes crucen con tanta frecuencia los cielos citadinos desgañitando propagandas diversas? ¿Cómo es que se permite, a la vista y los oídos de todos, que ciertas tiendas se “anuncien” con bocinas ensordecedoras en sus puertas y aun en la banqueta?
La operación de vehículos de motor es todo un capítulo: ¿quién les dijo a tantos motociclistas que pueden circular haciendo todo el estruendo que les dé la gana? ¿No hay nadie que pueda regular esto? Otro tanto pasa con los coches y los camiones que por todos lados circulan emitiendo una cantidad de decibeles absolutamente fuera de norma. El uso del claxon parece cada vez más extendido y descontrolado: una amplia oligofrenia parece indicarles a muchos conductores que tocar el claxon equivale, por arte de magia, a avanzar con mayor fluidez a través del tráfico.
Las sirenas son otro capítulo: ¿de veras tantos vehículos necesitan estrictamente hacer funcionar estos dispositivos en todos sus traslados? Si se pudiera manifestar el alza en el nivel de neurosis de quienes se someten a estos sonidos se podría comprobar el deterioro en la salubridad de la ciudad que la práctica indiscriminada del uso de las sirenas genera.
Otro factor: las alarmas, tanto de domicilios como de coches. A lo que se ve, el 90% de las veces que estos dispositivos se activan resulta en falsa alarma. Por fallas técnicas, por descuidos humanos, por vibraciones, por simple tontería. La instalación y el uso de cada alarma debería estar sujeto a precisas regulaciones y su funcionamiento debería estar técnicamente calibrado y controlado. Además, los dueños de tales alarmas deberían ser obligados a hacerse estrictamente responsables de su operación. Cada ciudadano tendrá sus propias historias de noches pasadas en vela gracias al “disparo” en falso de una alarma sin que sus propietarios o las compañías concernidas hagan caso alguno.
El ruido es una muy dañina inercia en la ciudad. Y es necesario meter al orden este perjuicio para toda la comunidad.
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