En los últimos años hemos abordado casi todas las relaciones transversales de la arquitectura: con la ciudad, con el diseño, con el espacio público, con la antropología y la participación social. Sin duda aspectos relevantes, acordes con los signos de los tiempos, como la atención al ahorro energético, la sustentabilidad o la ecología. Con ello, la autonomía de la forma, que tanto dio de sí con Colin Rowe y los que le siguieron (desde los Five de Nueva York, hasta las posmodernidades) quedó en un limbo a veces menospreciado por su afán de protagonismo o su descontextualización global.
Sin embargo, algunos arquitectos han seguido ahondando en un discurso propio, a veces ensimismado, capaz de construir un mundo formal autónomo, con recursos que conforman una sintaxis propia, asumiendo que la arquitectura es un universo suficiente en sí mismo, alimentado por su propia historia y obedeciendo sus propias reglas. Una autonomía de la forma que se remite a la arquitectura relacionada con la arquitectura misma, con las tipologías, los elementos fundamentales perpetuados a lo largo de la historia, rigiéndose por una lógica interna y disciplinar. Aldo Rossi defendía la permanencia de la arquitectura en su condición atemporal; la indiferencia funcional que concede a la forma arquitectónica valor en sí misma, desde la cadencia de los volúmenes hasta el pleno y el vacío, su ritmo, que se mantienen autónomos a su función. La arquitectura no referencial que propone Valerio Olgiati, bien pudiera entenderse como la arquitectura no referida a nada más que a sí misma: ni a la función, ni a las tendencias, ni a las condiciones sociales y económicas.
Si bien es cierto que dentro del panorama contemporáneo no necesariamente existe una dicotomía entre autonomía formal y compromiso —social, político, medioambiental, etc.—, las obras recientes de los arquitectos que publicamos en este número, así como las reflexiones de Frank Gehry o Pier Vittorio Aureli, permiten ahondar sobre la condición de la arquitectura desde su propio ombligo.•