La fachada ha sido la expresión de la arquitectura. Durante siglos, los tratados y manuales de arquitectura han puesto empeño en definir aspectos de composición, proporción y escala, privilegiando el carácter fenomenológico de la disciplina. Su expresión, de acuerdo a estos tratados, permitía reconocer la función de los edificios, al igual que definía el “carácter”, según criterios beauxartianos. El frente, la fachada, la piel o la epidermis no son más que términos análogos para nombrar la superficie envolvente que pasó de los muros pétreos a los muros cortina, o a las mamparas y las pantallas luminosas, eventualmente tamizadas con parteluces, celosías, ventanas, balcones, terrazas, pórticos y, por extensión, azoteas verdes. Con Adolf Loos y el origen de la modernidad, la expresión de la fachada no debía ser más que la respuesta funcional de los espacios confinados.
Además, perdió su condición portante al independizarse de la estructura, mientras que ésta se convertía en la esencia heroica del funcionalismo. Sin embargo, en tanto la cimentación o la estructura no han cambiado sustancialmente, la envolvente es uno de los aspectos que más ha evolucionado y se ha complejizado. La construcción toma el lugar de arquitectura al resolver esta complejidad, ya no desde la composición sino desde la tecnología, la materialidad y la tectónica, que relaciona las soluciones constructivas y los productos. El diseño del alzado deja lugar al detalle constructivo y al corte por fachada, aunque a microescala. Apunta Alejandro Zaera-Polo en estas páginas que los ensambles envolventes evolucionan “por diseño” como especies en busca de innovación y supervivencia. Se valora su desempeño cuantitativo —transparencia, estanqueidad, aislamiento— más que cualitativo, de modo que las envolventes pasan a ser combinaciones de múltiples materiales que responden a necesidades específicas, sin atender al resultado formal del conjunto.
Las cajas herméticas y refrigeradas que todavía se construyen, respondiendo a criterios compositivos o contextuales, según los cánones de la arquitectura y el urbanismo moderno, no son más que lastres de un pasado que reposa en el consumo excesivo de energía y en la producción de emisiones de carbono. Incorporando criterios termodinámicos en el diseño de las fachadas que consideren relaciones eficientes con el agua, el aire, la energía y la naturaleza, la arquitectura puede tener incidencia ecológica desde la microescala, el detalle constructivo y la envolvente.•
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