Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
15 febrero, 2014
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Todo proyecto es un pretexto. Quiero decir: ahí —pues en varios sentidos se trata de un lugar— gracias a condiciones específicas, coinciden ideas, investigaciones, problemas replanteados una y otra vez y soluciones puestas a prueba de nuevo, intereses —privados y compartidos— historias —la historia, la que habría que escribir con mayúscula si no fuera por que tampoco ésa es única y otras, menores, que tienen orígenes distintos y tendrán cursos diferentes, seguramente— formas —también en plural, siempre— contextos y, de nuevo, otros pretextos. Todo eso lo antecede y tiene cierta anterioridad cronológica pero también lógica: sea el reglamento de construcciones o la ideología particular del diseñador. El proyecto es, entonces, un pretexto porque invita y obliga a la reunión de mucho que, antes del proyecto mismo, ya era pero de otro modo.
Digamos entonces que los proyectos son —usando de manera vaga la terminología cartesiana— modos y no sustancias, es decir: modalidades o modificaciones de otras cosas, de otras ideas, y por tanto —abusando de nuevo y sin rigor de conceptos filosóficos— son en cierta medida accidentes. A veces, también, son moda o manera, con riesgo de caer en algún manierismo o amaneramiento, pero no hay por qué ver eso necesariamente como una falla. Por supuesto que esa idea, que el proyecto es un pretexto y una modalidad, no debe —pienso— hacernos concluir que lo otro —las ideas, los deseos, las necesidades, lo material, la historia y las historias— es sustancia pura, esencia inmutable y fija. Al contrario: pensemos que nada de eso sería sin sus modificaciones —sin sus instancias, se podría decir si usáramos lenguaje de programadores. De no ser así —tal como ahora es— no sería eso: de esa forma precisa y específica.
Un proyecto debe por tanto siempre —antes: cuando la palabra aun indica un proceso abierto, en curso, y después: cuando se refiere a un producto terminado, idealmente cerrado aunque, sabemos, eso nunca será cierto— entenderse en todas esas dimensiones, pero nunca de manera central o protagónica —o casi nunca: hay proyectos que se han ganado o se van ganando su lugar en las historias, poco a poco o, a veces, los menos, de golpe. Tratar de entender un proyecto es siempre una cuestión de escala. No sólo en el sentido técnico del término —aunque sí, pero entendido de otro modo. Cambiar de escala en un dibujo no es hacerlo más grande o más pequeño, sino cambiar el grado y, a veces, la naturaleza de la información. Un plano urbano contiene datos de distinta clase y naturaleza que una planta general o que una de detalles. En un caso se presentan series de relaciones de un proyecto con su entorno —más o menos lejano—, mientras que en otro series de relaciones entre las partes del mismo. La escala del dibujo —y la del proyecto— no es la escala de la investigación que implica —dicen que pensar una puerta puede ser tan complejo como pensar el trazo de una carretera o la zonificación de una ciudad— sino la del material y las fuerzas que ahí actúan: qué hacen o qué pueden hacer, digamos, un block de concreto, un espacio de 36 metros cuadrados, un departamento, un edificio, una manzana o un barrio o, más allá, una ciudad.
[Lo anterior es el primer párrafo de mi texto incluido en el libro La arquitectura [no] importa, publicado por Arquine y que el próximo jueves 20 se presentará en el Museo El Eco a las 8 de la noche. El proyecto que sirvió de pretexto al libro fue el edificio de departamentos en la calle de Lisboa número 7, de la colonia Juárez en la ciudad de México, diseñado por at103 —Julio Amezcua y Francisco Pardo. En cinco capítulos el libro discurre sobre temas como el material, el módulo, el espacio, el edificio y la ciudad e incluye textos de Jorge Yazpik, Axel Arañó, Hernán Díaz Alonso, Michel Rojkind, James Slade, Ana Elena Mallet, Jose Castillo, Arturo Ortiz, Félix Sánchez, Francisco Pardo y Julio Amezcua.]
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