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7 mayo, 2014
por Pedro Hernández Martínez | Twitter: laperiferia | Instagram: laperiferia
Frank O. Gehry es el premio Premio Príncipe de Asturias de las Artes 2014. Se convierte así en el sexto arquitecto que lo recibe tras Oscar Niemeyer (1989), Francisco Javier Sáenz de Oiza (1993), Santiago Calatrava (1999), Norman Foster (2009) y Rafael Moneo (2012) lo que muestra una clara tendencia del jurado hacia la arquitectura: en los últimos años tres de los seis nombres que lo conforman pertenecen a esta disciplina.
Que un premio de estas características atienda a la arquitectura es siempre importante. Primero porque permite poner sus discursos en relación a otras artes, pero sobre todo porque permite establecer cuál es la visión y la línea discursiva que desde los espacios institucionales se tiene de la disciplina. Atender a una figura y no a otra en un determinado momento es, al tiempo, establecer una determinada mirada de lo que es y lo que no es arquitectura. En este sentido, Frank Gehry representa, como ningún otro, lo mejor y lo peor del cambio de siglo. Su carrera presenta una importante evolución desde sus primeras obras, como la reconocida-construcción de su propia casa en Santa Mónica, donde investigó con nuevos materiales y que sufrió los violentos ataques de sus vecinos, hasta alcanzar el prestigio internacional con sus —escultóricas— obras de titanio que le permitieron convertirse en una estrella para el público e incluso convertirse en invitado en Los Simpsons —en lo que es por otra parte una de las críticas más agudas a la arquitectura de los últimos años.
Suyo es uno de los ejemplos más destacados —en el sentido más amplio del término— en décadas recientes: el Guggenheim de Bilbao. Un proyecto que marcaba el interés expansionista de la Fundación Guggenheim y que, como ha apuntado el jurado, es “un ejemplo de (…) arquitectura de carácter abierto, lúdico, y orgánico (…) que, además de su excelencia arquitectónica y estética, ha tenido una inmensa repercusión económica, social y urbanística en todo su entorno”, olvidando por otra parte que el proyecto en sí no es sino la parte más visible de un desarrollo urbano más complejo; un acontecimiento tan mal entendido que provocó que muchas ciudades, en la búsqueda de un nuevo “efecto Bilbao”, se lanzaran a construir magnos proyectos con la firma de un arquitecto estrella detrás y que la crisis puso en relieve muchos de los excesos políticos y económicos que ese tipo de arquitectura representaba.
En palabras del jurado se reconoce al arquitecto canadiense “por su juego virtuoso con formas complejas, por el uso de materiales poco comunes, como el titanio, y por su innovación tecnológica, que ha tenido repercusión también en otras artes” así como —continúa el acta— “por la relevancia y la repercusión de sus creaciones en numerosos países, con las que ha definido e impulsado la arquitectura en el último medio siglo.” Pero marca también la idea del arquitecto-artista capaz de crear edificios con su mera inspiración. Un reconocimiento que, tal y como ha apuntado Anatxu Zabalbeascoa en El País, está más dirigido “al componente plástico —por encima de valores sociales o económicos— [que] contrasta con la línea actual de la arquitectura que busca contactar con la sociedad transformándose en una disciplina más necesaria que visual”.
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