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30 julio, 2013
por Pedro Hernández Martínez | Twitter: laperiferia | Instagram: laperiferia
Es posible que haya pocas cosas más extrañas, perversas y fascinantes que un laberinto. A muchos arquitectos nos fascinan los dibujos de Piranesi o las descripciones de Borges. Irrealizables, de geometrías imposibles y llenos de paradojas, pero absolutamente espaciales y arquitectónicos. Una construcción recurrente no sólo para arquitectos; también la literatura o el cine lo han explorado. El mencionado Borges, Kafka o películas como Cube o Inception, por mencionar dos casos recientes, lo han explorado físicamente y como metáfora. En estas películas, la arquitectura siempre adquiere un papel principal más allá del mero escenario, pues, en ellas, la arquitectura –lo material, lo construido– se impone siempre a las personas que la habitan, sometiéndolas, atrapándolas y condenándolas a vivir sin posibilidad de salida. El laberinto tiene, por tanto, algo de cárcel, pero más desquiciada, al no poder percibir nunca la sensación de encierro. El afuera carece de sentido y en él todo es interior, incluso cuando pueda contener fuentes o arboledas (1). El laberinto es, quizás, una de las primeras construcciones donde conocemos a su arquitecto, Dédalo, que materializaría un muro continuo, prisión y villa del Minotauro, que impediría salir tanto a la feroz criatura como perder a los que entraran. Un diseño espacial que el arquitecto pagó, paradójicamente, con el encierro, como si de un malvado crimen se tratara; como si quizás el Rey de Minos hubiera visto lo perversa que podía llegar a ser la arquitectura. Porque la arquitectura, no lo olvidemos, es un mecanismo de control de las cosas. En palabras del escritor e investigador Jorge Wagensberg, la arquitectura es un “reductor de la incertidumbre”. Y sí, con la arquitectura evitamos el frío o el calor, nos protegemos de las inclemencias del clima o creamos espacios donde desarrollar nuestro propio mundo y asumimos, casi siempre, que la arquitectura debe ser pensada como un lugar de remanso, de tranquilidad. Sobria, serena. Pero laberinto y cárcel dan muestra de una arquitectura usada para vigilar y castigar, controlar y someter a los que la recorren. Como buen mecanismo de control puede también ser usado por otros para reprimir(nos) o imponer(nos) conductas, actitudes y hábitos. Arquitecturas que no son simplemente un ‘hogar feliz’ sino que también muestran que puede ser misteriosa, contener lo sublime, lo incierto e, incluso, lo terrorífico, lo criminal, lo contradictorio y lo perverso (2). Pensadores como Michel Foucault o Jeremy Bentham han investigado el asunto; arquitectos como Rem Koolhaas lo desarrollaron y reflexionado en proyectos como Exodus; también artistas, como el recientemente fallecido León Ferrari.
Ferrari dibujó y pensó el laberinto las mismas herramientas de la arquitectura como metáfora. Usando la técnica de Letraset realizó unos enormes planos donde sus habitantes (todos iguales) vagan y si mueven por unos espacios que los homogeneizan. Cómo decían los comisarios Ruth Estevez y Javier Toscano en la introducción del libro La elipsis arquitectónica, en la obra de Ferrari “la planta de un laberinto se convierte en la herramienta escenográfica. Reflejo de toda una sociedad: en este caso, la sociedad argentina durante la dictadura de Videla. Los pequeños personajes que circulan en este plano laberíntico están inmersos en sus acciones diarias condicionadas, confinados en los espacios arquitectónicos, alienados ante la realidad a la que estaban siendo sometidos”. Sus plantas reiteran y repiten muros, puertas, automóviles, inodoros, camas e incluso personas, uniformando todo a su paso. Los laberintos de Ferrari son cárceles revestidas de aparente normalidad que impiden escapar. Crítica a la dictadura, pero también a la arquitectura, autentica expresión material de esta. El laberinto es, en Ferrari, una simulación “que aborda tópicos de la condición humana: las situaciones de poder, las jerarquías, la masificación, la uniformidad, la disciplina, el hacinamiento, la explotación, el sometimiento y la desesperanza” (3). Lo perverso en Ferrari no es la metáfora, es el uso consciente que hace de los mecanismos arquitectónicos: el dibujo, la planta o el Letraset, que ayudan a leer sus ejercicios como si un diseño arquitectónico se tratase. Después de todo sus laberintos son una serie de espacios conectados. Algo no tan distinto de la ciudad o de la arquitectura que proyectamos. Es, entonces, cuando podemos ver la capacidad y el poder que tiene la arquitectura para determinar conductas, para bien y para mal. Como arquitectos deberemos aprender que, al dibujar, una línea en el papel no es un acto inocente, sino que es capaz de posicionar una manera de entender el mundo. Dibujar una línea conlleva la creación de dos lados, de dos ámbitos que adquieren un carácter de distinción entre ambos: lo que hay a un lado, lo que queda al otro. Y si la línea se cierra sobre sí misma construye un recinto; un interior en el mundo; una estancia que establecerá una relación entre el cuerpo y el exterior, ya sea por negación o afirmación.
1) BORGES, Jorge Luis. La casa de Asterión.
2) EINSENMAN, Peter. En ABALOS, Iñaki. La buena vida.
3) DUPRAT, Andrés. En el Catálogo de la exposición ‘Heliografías’, sobre la obra de León Ferrari.
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