En la calle de La Pastita, mi vieja Pentax dejó de funcionar
En 2017 fui sola a Guanajuato. En esa época todavía se podía caminar por sus callecitas angostas y empinadas con [...]
🎄📚¡Adquiere tus libros favoritos antes del 19 de noviembre! 🎅📖
5 diciembre, 2024
por Liana Vázquez
Tengo una enciclopedia de pintura abstracta en la que aparece un Rothko gris y negro. O negro y gris, depende de la mirada. Siempre que lo veo recuerdo la emoción que sentí cuando vi sus pinturas en vivo por primera vez. Los ojos llenos y sorprendidos con esas superficies repletas de color. La emoción, poderosa, de ver la nada o el todo en la superficie de un lienzo intervenido. La obra reproducida en esas páginas es de las últimas piezas del pintor, de las que hizo antes de suicidarse en Nueva York en 1970 y que son oscuras, grises y negras. El brillo anterior, el colorido en rojos, amarillos o naranjas, había desaparecido. ¿Vaticinio de lo que iba a pasar? Parte de la crítica ha dicho que sus últimas series fueron reflejo de su profunda depresión, de sus ganas de no vivir. Y puede ser. Pero yo creo que, más allá de eso, Rothko encontró el alma de otros colores. Siempre, con cada color, con cada bruma, Rothko pintó lo absoluto. O al menos lo intentó. Lo que vino después, lo más oscuro, era inevitable. Y la verdad es que yo no creo en vaticinios.
Hay pintores que juegan con las formas, colores y líneas; que hacen figuras, que cuentan leyendas o anécdotas, que comparten historias a partir de formas, figurativas o no, o de texturas. Hay otros que trabajan las superficies y los colores, y, con simpleza, cuentan también sus historias. Digo simpleza a falta de un mejor adjetivo, porque no hay nada simple en el concepto de un Rothko. Porque no hay nada simple en el concepto del todo. Cuando el color ocupa toda la superficie de un cuadro, todo queda supeditado a la imaginación de quien observa. Esto pasaba, salvando las evidentes distancias, con Rothko y con Tàpies y con Reinhardt y con Malévich y con Soulages y hasta con Klein. Hay una especie de valentía en decidir pintar el todo usando un único color.
Cuando yo llegué a México no conocía a Beatriz Zamora. No sabía que aquí había una mujer que pintaba. Digo “pintaba” por decirlo de alguna manera, solo negros sobre negros. Pero aquí estaba. La mujer que trabajaba con pinturas, acrílicos, tintes naturales, carburo de silicio, carbón orgánico, carbón de piedra, negro de humo, grafito, obsidiana, piedras semipreciosas y un gran etcétera de materiales de ese color que, dicen, es la ausencia de todo. Cuando llegué a México, Beatriz llevaba más de 40 años cubriendo lienzos únicamente con ese color. Hoy, con 88 años, sigue haciéndolo hasta donde le permitan las manos y los ojos y el cuerpo que ya le cuesta mover.
Beatriz habla del negro como su eje vital. Como la belleza sublime, como el todo del universo, como lo absoluto. “Todo lo hermoso es profundamente negro, el negro es la esencia de la vida”, ha dicho alguna vez. Y es que en sus cuadros está toda su existencia y puede estar también la del que los mira. Imposibles de fotografiar con justicia, los cuadros de Beatriz hablan de lo humano, en definitiva. Si se miran con calma, con paciencia, los ojos se pierden en el lienzo intervenido que brilla, se cuartea, a ratos es gris oscuro, a ratos deviene escultura. En las piezas de Beatriz sí está reproducido el todo, la esencia misma de la vida, de la Tierra que, como ella dice, es y será siempre el principio.
El negro encontró a Beatriz en los 70, cuando ella vivía en París. Estaba buscando algo que la sacara del desasosiego, y su búsqueda empezó justo ahí, en un banco afuera de un museo parisino. Lo que vino después, fue experimento y valentía. Zamora ha estudiado la materia y el negro como principio de todo, como explicación de lo infinito. Es más que un color en sus manos, es el medio para ilustrar su discurso, para dialogar con el mundo y con ella misma. En su proceso, los materiales son libres. Los coloca y espera a que ellos, por capricho, se sequen, expandan y acomoden. Por eso, a veces, hay líneas y agujeros, relieves y superficies que se cuartean, y a veces hay un polvillo negro que vuela en el ambiente donde se acumulan la obras. Y también hay veces en las que la atmósfera de las salas brilla con sutileza, porque hay fragmentos de negro en el aire, conviviendo con quien observa.
Mirar las obras de Beatriz es mirar hacia adentro, mirarse uno mismo, como aquella frase del abismo que te devuelve la mirada. Con eso debería alcanzar para que estuviera en todas las enciclopedias de arte abstracto del mundo. No está, para sorpresa de nadie. Pero me emociona tantísimo tenerla cerca. Detenerme frente a sus piezas me provoca esa misma emoción y sorpresa que el Rothko gris y negro que sí está reproducido en mi enciclopedia de pintura abstracta.
En 1978 Beatriz Zamora ganó el Premio Nacional de Arte, un galardón importantísimo en México. Sin embargo, su pieza se cayó al suelo e impactó con fuerza en los extintores, y recibió patadas por otros artistas, hombres a quienes había vencido en el certamen. Contra todo pronóstico, la pieza negra sobrevivió intacta y aún existe en la colección del Museo de Arte de Moderno de la Ciudad de México. Lejos de abandonar su romance, Beatriz abrazó el negro con más fuerza y continuó su viaje de (re)conocimiento con él. Siguió haciendo y quizás esa haya sido la mejor respuesta a lo que para muchos fue un vaticinio de un final anunciado. Beatriz permanece igual que sus negros. Lo he dicho antes. Yo no creo en vaticinios.
Actualmente hay dos muestras de la obra de Beatriz Zamora en la Ciudad de México, una en Galería Enrique Guerrero y la segunda en el Museo de la Ciudad de México. Ambas permanecerán abiertas al público hasta marzo de 2025.
En 2017 fui sola a Guanajuato. En esa época todavía se podía caminar por sus callecitas angostas y empinadas con [...]
Es verano. Camino despacio porque hay un sol inclemente que me acompaña o, más bien, me empuja a avanzar, a [...]