20 febrero, 2019
por Jordi Hereu
Presentado por:
La acción desde abajo también es política…
En la adolescencia tenía un amigo que coleccionaba sellos, los cuales guardaba con delicadeza en unos álbumes preciosos. En el barrio en el que compartíamos escuela y algunas plazas donde jugar por las tardes, había una pequeña tienda filatélica cuyos escaparates invitaban a la curiosidad, al exponer un mosaico de timbres postales de todos los colores y tamaños, de épocas y países diferentes. Creo que fue cuando observamos juntos aquellas diminutas maravillas el momento en que nació su afición por la filatelia. Mi amigo se sentía atraído por lo que pasaba en el mundo y en nuestro país. En ocasiones en grupo, pero sobre todo a solas, charlábamos largamente sobre cuestiones que nos empezaban a llamar la atención en un momento adolescente. Al «despertar de la primavera» se sumaba la toma de conciencia del momento y el espacio que nos había tocado vivir. Como supongo le ha ocurrido siempre a tantos jóvenes, al descubrir que el mundo dista mucho de ser perfecto aparece la necesidad y el deseo de contribuir a su transformación. Recuerdo las reflexiones sobre las maneras de «cambiar el mundo», y recuerdo una disyuntiva que se pleanteaba entonces: el cambio desde «arriba», estructural, o «desde abajo», «caso por caso», según su denominación. Mi amigo, sin despreciar la opción de luchar por una causa concreta, se inclinaba por lo que entendía como la Política (con mayúscula), que tenía como fin el cambio de las estructuras, de las reglas de juego.
Al cabo de unos años, en 1984, el Cuerno de África sufría una de las hambrunas más importantes de aquel tiempo, ocasionada por factores como la sequía, la guerra y, en primer lugar, por la desesperante lentitud de los Estados del resto del mundo para prestar la ayuda necesaria a la población debido a prejuicios políticos. El hambre de miles de seres humanos fue utilizada como arma por un dictador local, ante la mirada pasiva del resto del mundo. Recuerdo que mi amigo me llamó para pedirme que lo acompañara a realizar algo trascendente: entregar su colección de sellos, sus álbumes tan preciados, a una ONG como contribución a la campaña solidaria para el envío de urgencia de comida y material sanitario a Etiopía. Entregó los álbumes con una nota manuscrita en la que expresaba, de manera breve, lo siguiente: «frente a la retórica vacía de los Estados y de los Políticos [sic], vended los sellos para la campaña de ayuda urgente a Etiopía». Acababa de apostar por un pequeño cambio «desde abajo», como una manera de afrontar uno de los episodios que más conmocionó (y avergonzó) al cabo de unos meses a la opinión pública mundial (Live Aid!). Consciente de que ambos sabíamos el significado de lo que acababa de hacer, me dijo: «la acción desde abajo también es política, aunque sigo creyendo que el cambio de las grandes estructuras es necesario y posible». Del relato de esta anécdota quisiera resaltar la doble afirmación final de mi amigo que, con el tiempo y algo de experiencia, se ha convertido en varias y profundas convicciones personales:
• Los proyectos colectivos construidos desde la proximidad, es decir, desde la ciudad, pueden generar proyectos políticos de primera magnitud.
• El mundo afronta grandes retos que sólo desde la voluntad política, expresada en todos sus niveles (también el de sus ciudades) podrán superarse.
Que «la acción desde abajo también es política» no es una teoría abstracta. Es una experiencia vivida, personal y colectivamente, en el entorno más cercano que haya podido tener: la Barcelona de los últimos treinta años.
Barcelona
Cuando unos adolescentes que no veían más allá del barrio empezaban a meditar sobre el mundo, coincidía con que su ciudad afrontaba un ingente caudal de esperanza: el inicio del cambio democrático para transformar la ciudad, sin duda una de las aventuras más apasionantes que pueden vivirse. Esta transformación tenía como motor básico al vecino de Barcelona, tanto el de toda la vida como el recién llegado; con gran apego a su ciudad se sentían implicados como ciudadanos activos y protagonistas de una ciudad entendida y vivida como proyecto, valga la redundancia, vivo. Con este espíritu fue que entraron en las instituciones, eligieron a sus representantes y, lejos de abandonarlos, les exigieron día a día el ejercicio del liderazgo público y la calidad de su gestión. Cambiaron la municipalidad para poder desarrollar el Proyecto Barcelona de transformación de la ciudad.
Al principio, con recursos escasos, el proyecto empezó por lo más obvio: hacer ciudad donde no la había, con muchas y pequeñas iniciativas en todos los barrios, en especial en los más desfavorecidos. Urbanizó y saneó en los lugares donde la especulación de la dictadura había construido, rápido y mal, edificios de viviendas. Construyó viviendas donde tenía que sustituir chabolas. Puso en buenas condiciones, con arquitectura de buena calidad, pequeños espacios para que fuesen ocupados por los vecinos como símbolo de reconquista democrática. Empezó a recuperar un trocito de mar, aunque fuese en aguas abrigadas del puerto. Impulsó servicios sociales, guarderías y cultura popular sin ninguna ley que los amparase. Monumentalizó la periferia con la intención de que todo fuera centro. La ciudad gris y violeta que se contemplaba desde la escuela, al pie de la montaña, era indus‑ trial y local, capital productiva de una economía cerrada a Europa. Tenía que intentar dar un salto a un nuevo modelo antes que que‑ darse sin industria, y sin nada, por efecto de una gran crisis.
Intuyó que había una palanca para dar un buen salto, y la consiguió: los Juegos Olímpicos de 1992. Fueron un éxito deportivo pero, sobre todo, la gran excusa para entrar en una nueva etapa de ciudad. Con ellos se acometieron transformaciones urbanas de gran escala financiadas, esta vez sí, por todos los gobiernos. Las Rondas conectaban con la zona metropolitana; las áreas de nueva centralidad transformaban de golpe grandes vacíos degradados de la ciudad, desde la montaña olímpica de Montjuïc hasta el viejo barrio industrial del Poblenou. Barcelona sacaba las vías del tren para poder ver y acceder al mar, con aguas cada vez más limpias. Barcelona se daba a conocer al mundo y el mundo descubrió lo que una ciudad mediterránea, ahora ya plenamente europea, era capaz de ser y hacer. Se sentaban las bases para pasar de ciudad industrial a ciudad de nueva economía y servicios. Se iniciaba el tránsito de ciudad local a ciudad global, con la apertura a grandes oportunidades y, también, a grandes retos y riesgos.
Europa y la expansión del «Estado del bienestar» en España eran también el trasfondo de la alegría olímpica, mientras en el mundo la lógica del mercado global sin regulación democrática global empezaba a minar muchas de las certezas que Europa y el Estado del bienestar habían ofrecido hasta entonces.
Tras los Juegos, que supusieron una gran ilusión pero también un esfuerzo económico colectivo, Barcelona aprendió a sanear su economía interna, convencida de que su solvencia era la garantía para proseguir su transformación en contra de la tendencia general al endeudamiento como forma de impulso de progreso aparente. Decidió sacar todo el provecho al salto que había dado. Empezó a posicionarse como ciudad atractiva, que ofrecía gran calidad de vida, capaz de empezar a jugar en la liga de ciudades globales. Esta nueva ciudad global atrajo fenómenos derivados de la globalización: los nuevos ciudadanos provenientes de la inmigración de otros continentes, miles de estudiantes y habitantes del resto de Europa y el turismo mundial. Todo ello cambió de forma cada vez más acelerada su paisaje humano, aprendiendo día a día, no sin dificultad, a integrar nuevos actores a su proyecto. Aún hoy está tratando de ser global sin perder algunos trazos de su personalidad.
Sobre antiguas fábricas y almacenes preparó el terreno para captar la economía basada en las nuevas tecnologías de la información, así como el talento global. Nuevos sectores emergentes sustituían a una industria que, por suerte, no se abandonó del todo. Nuestro puerto se abría de manera definitiva a la ciudad y se expandía con fuerza hacia el sur, desviando incluso el curso de un río, y desarrolló nuevos negocios de logística, nuevos tráficos especializados y el negocio que resultaba de los pasajeros de cruceros. Con la nueva excusa de la organización de un evento cultural internacional, el así denominado Fòrum Universal de las Culturas que se celebró en Barcelona, en 2004, se completaba la recuperación del frente litoral y se integraban grandes infraestructuras de sostenibilidad (depuradora, incineradora, ecoparque) en lo que había sido un espacio marginal metropolitano. La mayor capacidad de inversión supuso expandir entre todos los barrios de la ciudad la acción transformadora y de construcción de equipamientos. Se construyeron ramblas sobre autopistas urbanas, se derribaron viaductos. Se transformaron antiguos vertederos metropolitanos en parques y al limpiar de la contaminación el río del entorno barcelonés se creaba un gran eje cívico y verde donde antes había una cloaca. Seguramente porque muchos objetivos ya se habían conseguido, la mejora del espacio público ya no tenía la carga simbólica de veinte años atrás. El espacio común como espacio de convivencia‑conflicto, integración‑desarraigo, igualdad‑ desigualdad era, y es, el motivo básico de debate y preocupación y, cabe decir también, de disfrute.
Las retos del nuevo milenio, sus crecientes desigualdades, sus miedos globales y locales impactaron en los ciudadanos de una ciudad cada vez más conocida internacionalmente. Por ello, se expresó un cierto mal humor ciudadano en el evento del Fòrum de las Culturas. Posteriormente llegó la gran crisis de 2008, en la que aún estamos inmersos, lo cual ha agudizado muchas de las contradicciones. La ciudad no se ha detenido gracias a la solvencia acumulada durante años. Se ha podido proseguir la transformación urbana en todos los barrios. Se han creado un gran número de equipamientos educativos, sanitarios, sociales y culturales. Se construye una nueva gran terminal en un aeropuerto que no para de crecer, y ésta ya es de capital mayoritario chino. Y se enlaza el Tren de Gran Velocidad (TGV) con el resto de Europa. El turismo internacional masifica escenarios de la ciudad; la ciudad es capaz de ganar los concursos para ser la sede de eventos internaciona‑ les de primer nivel para su feria.
Pero los efectos de la crisis hacen estragos en la cohesión social y en las condiciones de vida de muchos ciudadanos. Se comprueban los límites de una ciudad bien equipada para combatir una crisis estructural, global y no sólo económica. Es así como la ciudad vive con plena normalidad democrática el cambio político en su gobierno, que el tiempo dirá si representa un cambio de proyecto y modelo de ciudad. El apego a la ciudad del habitante de Barcelona sigue siendo fuerte, muy fuerte. Lo que es muy frágil es la credibilidad de la política como proyecto colectivo de transformación, y es un reto de todos reconstruir, sobre todo, desde la ciudad.
El mundo
Sin duda estamos en un momento complicado de la humanidad, como siempre. Es importante reconocer —porque a veces la percepción «eurocéntrica» del árbol no deja ver bien el bosque del mundo— que se ha avanzado a escala global en la consecución de los objetivos de la Declaración del Milenio. Pero aún estamos lejos, muy lejos, de la resolución de los grandes retos que un 8 de septiembre de 2000 se plantearan 189 jefes de Estado. Centenares de millones de personas viven en barrios marginales, sin acceso a los servicios básicos. Muchos de ellos sin agua potable o sin la mínima gestión de sus residuos. El «chabolismo» es un fenómeno creciente en los suburbios de muchas ciudades del mundo. La educación y la salud no son derechos reales para una parte significativa de la humanidad. La lucha por los objetivos de generar mayores cuotas de prosperidad, de generación de riqueza, es fundamental. El otro gran objetivo es ser capaces de redistribuir el progreso y generar igualdad de oportunidades.
El principal obstáculo a combatir es la desigualdad. Sin duda, tal como lo afirmaba mi amigo de juventud, los instrumentos de la política deben crearse o activarse para cambiar ciertas reglas del juego. Y ahora, mucho más que antes, esto debe hacerse a escala global. Frente a un mercado global, una gobernanza global. Organismos multilaterales, regiones del mundo, los Estados tienen o deberían tener una agenda de reforma del sistema. Por ahora soy más bien escéptico, ya que de la «reforma del capitalismo», enunciada en medio del pánico financiero por un presidente francés, no precisamente progresista, no acierto a ver casi nada. Mientras estas reformas globales se realizan (o no), hay otra agenda, «por abajo», que es clara, concreta, difícil pero enormemente estimulante, porque los resultados se ven más pronto: hacer mejor ciudad. Todos debemos hacer una convocatoria a este gran objetivo: desde la ONU hasta los ciudadanos, pasando por los Estados, regiones, empresas y asociaciones; desde todas las disciplinas del saber; desde la arquitectura, a la que Barcelona debe tanto, hasta los gestores del «big data» o la resilencia, todos tenemos un reto: que la realidad urbana mejore paulatinamente. «Los otros son el infierno», decía Sartre en su obra teatral. Es posible construir ciudades donde «los otros» no den miedo, sino que sean aquellos con quienes soñar y construir un proyecto común. Para tal fin estoy dispuesto a entregar mis timbres postales.
Este texto se publicó en el libro Habla Ciudad, con motivo de la primera edición del Festival de Arquitectura y Ciudad MEXTRÓPOLI. Aparta la fecha y acompáñanos a vivir la ciudad extraordinaria en su próxima edición que tendrá lugar del 9 al 12 de marzo de 2019.