Carme Pinós. Escenarios para la vida
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10 junio, 2014
por Pedro Hernández Martínez | Twitter: laperiferia | Instagram: laperiferia
Hace unos pocos meses se difundía en distintos medios y redes sociales una foto realizada por el periodista Yasuyoshi Chiba que mostraba a un policía posando ante las cámaras mientras lucía el equipamiento que usarán un total de 200 funcionarios de cara a la Copa Mundial de Fútbol. La imagen no podía contrastar más al ver la clara militarización que están sufriendo los cuerpos del Estado –no sólo en Brasil, sino en otros muchos otros países en los últimos años– inmersa en un lujoso salón de baile. La fotografía en cuestión acompañaba un texto del propio periodista donde se explicaba como la policía brasileña se preparaba de cara al mundial. Es una de las clásicas muestras mediáticas que hacen los países que se disponen a afrontar una competición de alto nivel: demostrar –en este caso ante la FIFA y sus inversores– que están preparados ante cualquier acontecimiento agresivo que pueda surgir. Y no es de extrañar que se quiera mostrar este estado de preparación.
En los últimos meses –aunque es algo que ya resuena desde la elección de Brasil como sede del Mundial y los Juegos Olímpicos– muchos de nosotros, desde la precavida distancia, hemos visto como las redes sociales se llenan de protestas, mensajes y hashtags que denuncian el costo humano del mundial, los gastos desorbitados que provoca –que no parecen quedar claros bien a quién benefician de forma más directa– las presuntas acciones violentas que están sufriendo los habitantes de las favelas o los desalojos y desplazamientos forzados que están provocando las obras de los estadios y la infraestructura que los acompaña. Algo que, lamentablemente, no suena a nada nuevo, en los últimos años, mundiales y olimpiadas han servido más que para regenerar una ciudad, para atraer a una masa de especuladores y constructores que parecen priorizar sus propios intereses que los de la comunidad que los acoge.
La arquitectura es entonces usada para imponer un orden –muchos activistas han llamado como “limpieza social”– sobre el territorio y permitir su tabula rasa para que este pueda ser usado con fines de lucro, desplazando todo aquello que no pueda ser controlado y reconfigurando las fronteras sociales sobre el espacio urbano. Así, como apuntaba Rodrigo Díaz en Los elefantes blancos del Mundial parece que para muchos “lo importante no es el campo de juego” –o la construcción de una ciudad– “sino la imagen de país que éste transmite hacia el exterior”.
Quedarse en esa pura imagen es uno de los grandes peligros que acompaña estos grandes procesos de transformación urbana que olvida o niega la complejidad de la ciudad. Una imagen estática, fija y no cambiante –sintetizada en este caso en la piel brillante de los estadios– no hace sino apartar, sacar fuera del marco de nuestra mirada, todo aquello que pueda desestabilizarla, obviando los problemas reales. La arquitectura al servicio de la imagen no es sino el mecanismo último de la imposición de un orden que busque mostrar un retrato de progreso de un determinado Estado, una ciudad o una un poder institucional –sea público o privado– más interesado en intereses económicos. La ciudad no puede ser una foto, sino que debe estar en constante redefinición y disputa, siempre cambiante y transformándose.
Puede que eso suene difícil en un mundo donde muchas infraestructuras –como en el caso de los estadios o las carreteras– requieran no sólo un gran desembolso económico, sino también material, de fuerza y de tiempo. No se trata de negar las grandes obras, sino que estas no impidan la acción social por parte de una ciudadanía crítica. Quizás entonces necesitemos menos policías armados con las últimas tecnologías para mostrar nuestro progreso.
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