Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
19 octubre, 2013
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Hace unos días Jorge Castañeda escribió un texto con este mismo título. Castañeda dice que uno de los esfuerzos más interesantes de Peña Nieto, pausado y discreto —supongo el esfuerzo, no Peña— es la construcción de “la marca México”: “sin apresurarse, busca una definición de la ‘marca México’ más allá de la imagen turística. Habrá que esperar al año entrante para ver si se puede construir a través de Hollywood y la publicidad, de la literatura y de la televisión el prototipo del mexicano exitoso, honesto, que sea apreciado así por el resto del mundo. El esfuerzo vale la pena.” Castañeda agrega que para que ese esfuerzo prospere debe acompañarse de algo que ha faltado: “proyectos emblemáticos, la realización concreta, perceptible e ilustrativa de lo que se quiere hacer como país.” Y pone ejemplos del pasado: Ciudad Universitaria con Alemán, Antropología con López Mateos, los Juegos Olímpicos con Díaz Ordaz, los aeropuertos de Echeverría, las plataformas petroleras de López Portillo. “Sin una realización de este tipo, y que sirva como símbolo de lo que los mexicanos somos capaces de hacer —agrega—, va a ser difícil construir esa marca”. Tras lo anterior Castañeda dice que hay muchas ideas de las que repite cinco interesantes. Primera: construir tres megaplantas de tratamiento de agua para que la zona metropolitana de la ciudad de México tenga autonomía en cuestión de agua —esta idea, añade, se la sugirió un empresario a Hector Aguilar Camín, quien en la televisión nombró al empresario, casi obvio: Slim; la segunda idea es un proyecto que viene desde la época de Juárez: un canal en el istmo de Tehuantepec; la tercera, un nuevo aeropuerto para la ciudad de México; la cuarta, la segunda etapa de la planta nuclear de Laguna Verde; y la última —que es la que más le atrae, dice— construir un gran museo de arte universal en la ciudad de México.
¿Qué peros le podríamos poner a tanta idea que generaría tanta obra pública en México? Primero, desde el título del artículo: me parece que confundir obras de infraestructura con obras emblemáticas, símbolos para la construcción de “la marca México”, resulta problemático, al igual que esa misma idea: la de una identidad nacional como marca —de hecho ya a secas, la mera identidad nacional como algo unitario, singular, me preocupa. De ahí se deriva mi segunda objeción: pensarlas como emblemas no garantiza pensarlas como parte de un sistema o red de infraestructura física y estrategias políticas, económicas, tecnológicas o culturales que vayan más allá de las obras mismas, que es lo que habría que hacer. Las tres megaplantas de tratamiento de agua, por ejemplo, debieran ser parte de un gran proyecto para replantear la relación de la ciudad de México con su paisaje, con su geografía y con el ciclo del agua que implican, que podría además incluir, de hecho, el tercer punto: un nuevo aeropuerto —no es algo que se me ocurra ahora: lo ha estudiado desde hace años el grupo liderado por Alberto Kalach al hablar de la vuelta a la ciudad lacustre. Algunos proyectos que menciona Castañeda, de Ciudad Universitaria a Antropología, aunque emblemáticos, eran también y sobre todo piezas de un programa amplio y de largo alcance que además debieron parte de su éxito al sistema político mexicano, centrado en un presidencialismo fuerte pero, al mismo tiempo, en un partido único que mantenía el control absoluto de los mecanismos del estado. Y esa sería mi tercera objeción: más que proyectos emblemáticos lo que México necesita son instituciones firmes y reglas claras que garanticen obra pública —de toda clase: desde la guardería infantil hasta la central nuclear— bien pensada y ejecutada y en la que la participación amplia de —para usar el lenguaje oficial— varios sectores, sea también una condición. La diferencia, digamos, entre Ciudad Universitaria, el Centro Nacional de las Artes y las dos Bibliotecas Vasconcelos —la de Fox y la que deshizo Consuelo Saizar— es compleja, en tiempos de construcción, formas de operación, actores involucrados, estrategias implicadas. Atrás de CU estaba la UNAM, atrás del CNA el CONACULTA, detrás de las bibliotecas la pura voluntad megalómana de hacerse de un emblema. Sin instituciones y reglas no hay garantía de que el emblema no sea mera ocurrencia, como si a un gobernador en Chihuahua se le ocurriera mover o duplicar el mausoleo de Villa, a otro en Puebla hacer una enorme noria o un museo del barroco, o a algún jefe de gobierno del Distrito Federal endilgarnos otro Sebastián. Mi cuarta objeción se deriva también de el supuesto anterior: que muchos de los grandes proyectos de infraestructura y arquitectura en México se construyeron gracias a un sistema político que no era democrático. Y no es que ahora ya lo seamos. Al contrario. Los procedimientos democráticos en México siguen siendo débiles y muchas veces meramente formales. Los concursos para proyectos públicos son letra muerta: aunque la ley los prescriba lo hace de manera ambigua y siempre se encuentra la salida, sea con la licitación simulada donde dos amigos presentan presupuestos más altos a petición de quien resultará beneficiado —una trampa no menor en la que, según parece, no ha evitado caer prácticamente ningún arquitecto que haya realizado obra pública en Méxicio— o vericuetos semánticos —como la Saizar justificando la asignación directa bajo el pretexto de que era como comprar obra de arte. Simplemente nada de eso debiera hacerse sin que mediaran concursos transparentes, claros. Mi quinta y última objeción, por ahora, es que ninguno de esos proyectos se pueden hacer bien en el plazo sexenal que rige la vida y milagros de los presidentes y gobernadores —y menos en los trienios de otros funcionarios. Hacer un gran museo de arte universal en la ciudad de México, por ejemplo, implicaría —sin contar con la nimiedad de reunir la colección— años para planear bien dónde debiera localizarse, cuál debiera ser su programa arquitectónico, qué instituciones estarían realmente atrás de esa idea, cómo se haría el concurso para el proyecto arquitectónico y construirlo, llevaría varios años. El Guggenheim de Bilbao —que ya contaba tanto con parte de la colección como con la institución gestora— se llevó seis años entre que surgió la idea y se inauguró el edificio, tiempo apenas justo en este país, donde la eternidad dura seis años.
En fin, me parece que antes de pensar en obras emblemáticas, como amuletos para la buena fortuna que ayuden a construir la marca nacional, demostraciones en piedra —o en concreto, acero y vidrio— de esa retórica de la impotencia del sí se puede, y manifestaciones de la gran calidad de algún gobernante, habría que, siendo realistas, pensar en construir los mecanismos, las reglas y los acuerdos para que la infraestructura y la obra pública se haga, para decirlo en una palabra, bien.
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