Híbrido entre lo agrícola y lo doméstico, el invernadero es un escenario siamés para la vida vegetal y humana. Dos cuerpos adyacentes son gemelos perfectamente asimétricos: mitad invernadero y mitad salón exterior. Su adyacencia favorece una cierta simbiosis entre dos funciones disímiles: un interior para las plantas y un exterior para las personas. La adyacencia de la sala de estar al invernadero produce un microclima que condiciona la sala de estar abierta durante todo el año. La fruta va a la mesa; las manos limpian las hojas.
La arquitectura se inspira en el lenguaje vernáculo de los alrededores, como diccionario de formas y actitudes ante las estructuras temporales. El carácter tipológico del añadido emerge como toldo, antepatio o sobreedificio -un poco inestable pero necesario- como estrategias de sombreado, ventilación, iluminación natural y modulación.
El zócalo de los suelos, los muros y la chimenea se construyen como objetos firmes y monolíticos, impermeables al paso del tiempo. Un zócalo de ladrillo se eleva hasta los 2 metros, constituyendo una línea de referencia para los elementos funcionales. Este invernadero para plantas y humanos está construido con ladrillo recocho, que es un ladrillo recocido reutilizado, recuperado durante meses de los desechos de las ladrilleras locales.
El montaje de la estructura metálica, elemental y diáfana, sugiere la transmutabilidad de su ligereza. Su humilde escala permite abastecerse de los recortes de las infraestructuras agrícolas cercanas. Ahora es un invernadero, pero en el futuro podría desmontarse y tener otra vida. Podría darse cualquier número de configuraciones o permutaciones en las que estos espacios adyacentes asumieran otras funciones o se fusionaran entre sí como uno solo.