El diseño de Reggio School parte de la idea de que los entornos arquitectónicos pueden despertar en los niños un deseo de exploración e indagación. De esta manera, el edificio se pensó como un ecosistema complejo que hace posible que los estudiantes dirijan su propia educación a través de un proceso de experimentación colectiva autodirigida, siguiendo la pedagogía que Loris Magaluzzi desarrolló en Italia, la cual buscaba potenciar la capacidad de los niños para hacer frente a desafíos y potenciales impredecibles.
El diseño, la construcción y el uso del plantel buscan superar los paradigmas de la sostenibilidad para comprometerse con la ecología mediante un enfoque donde el impacto ambiental, las alianzas más-que-humanas, la movilización material y colectiva se intersectan con la arquitectura.
Evitando la homogeneización, la arquitectura de la escuela tiene como objetivo convertirse en un multiverso donde la complejidad del entorno se vuelve legible. El proyecto opera como un conjunto de diferentes climas, ecosistemas, tradiciones arquitectónicas y regulaciones. Su progresión vertical comienza con una planta baja comprometida que se sitúa en el terreno, donde se colocan las aulas de los más pequeños. Sobre este nivel, apilados, se encuentran los salones para los estudiantes de clases de intermedias. Ahí, conviven con tanques de agua y suelos regenerados que nutren un jardín interno que, bajo la estructura de invernadero, alcanza los pisos superiores. En torno al jardín interior se organizan las aulas de los alumnos mayores a la manera de una pequeña aldea. Esta distribución de usos implica un proceso de maduración permanente que se traduce en la creciente capacidad de los estudiantes para explorar el ecosistema escolar de manera individual y en compañía de sus compañeros.
El segundo piso, un gran vacío que se abre con arcos a escala apaisada, se concibe como la principal plaza social de la escuela. Aquí la arquitectura anima a profesores y alumnos a interactuar con los paisajes y territorios circundantes. El área central está concebida como un ágora cosmopolita; un espacio semicerrado al que atraviesa el aire templado de las encinas en el campo vecino. Una red de ecologistas diseñaron pequeños jardines hechos específicamente para albergar y nutrir comunidades de insectos, mariposas, pájaros y murciélagos. Aquí, las actividades mundanas como la educación física coexisten con debates sobre cómo funciona la comunidad escolar y cuál es la forma de relacionarse con arroyos y campos vecinos. En última instancia, este piso funciona como una cámara cumbre más-que-humana donde estudiantes y profesores pueden sentir a los ecosistemas y sintonizarse con ellos.
Como alternativa a los esfuerzos comunes de la arquitectura para ocultar los sistemas mecánicos, aquí todos los servicios se mantienen visibles, de modo que los flujos que mantienen activo al edificio se vuelven una oportunidad para que los estudiantes se pregunten cómo sus cuerpos y las interacciones sociales dependen de los intercambios y circulaciones de agua, energía y aire. El edificio permite que tuberías, conductos, cables y rejillas se conviertan en parte de su ecosistema material y visual.