En la 19ª Bienal de Arquitectura de Venecia, el pabellón de la Santa Sede abandona toda espectacularidad monumental para proponerse, simplemente, como un espacio en obra. Bajo el título Opera Aperta, en alusión al célebre ensayo de Umberto Eco, la intervención no exhibe arquitectura como objeto, sino como proceso en curso, como lugar de reparación, de encuentro y de cuidado. Lejos de las lógicas del ícono, el pabellón de la Santa Sede se inscribe en el gesto más radical: abrir un espacio, habitarlo con otros y dejar que la arquitectura se construya en comunidad.
Comisariado por Marina Otero y Giovanna Zabotti, y diseñado por Tatiana Bilbao Estudio y el colectivo catalán MAIO Architects, el proyecto encuentra su sitio en la Casa de Santa María Auxiliadora, un antiguo hospicio fundado en el siglo XII, ubicado entre los Giardini y el Arsenale. Este lugar —que alguna vez fue albergue de peregrinos en tránsito hacia Tierra Santa— vuelve a abrir sus puertas no como museo, sino como espacio vivo en transformación.
A diferencia de pabellones que apuestan por el asombro o la sobreinformación, en Opera Aperta no hay cartelas ni paneles curatoriales. Lo que se muestra es el edificio mismo, intervenido con precisión y respeto: andamios, mallas de obra, herramientas, bancos de trabajo y materiales que permiten seguir el rastro de una reparación que se construye en tiempo real. Una arquitectura que no se representa: se hace. Y en su hacerse, involucra a quienes la habitan.
Opera Aperta entiende la arquitectura no como un contenedor de funciones, sino como soporte para vínculos: físicos, sociales, afectivos. En este pabellón, cada grieta restaurada y cada baldosa recuperada son también una forma de reparar el tejido comunitario. El resultado no es solo una intervención arquitectónica, sino una plataforma colectiva donde los saberes se cruzan, los cuidados se practican y la vida cotidiana —lejos de la solemnidad clerical o el espectáculo museístico— se convierte en materia prima de lo arquitectónico. No es casual que el pabellón haya recibido una mención especial como una de las participaciones nacionales más relevantes de la Bienal.
En una ciudad como Venecia, atravesada por el turismo, la especulación y la nostalgia patrimonial, el pabellón de la Santa Sede propone una idea poderosa: que restaurar puede ser también construir futuro. Que el verdadero gesto arquitectónico no siempre es levantar, sino sostener. Que una iglesia puede —y debe— aprender a oler a barrio, a madera vieja, a sopa compartida, a comunidad viva. Y que, como escribió Eco, solo las obras abiertas sobreviven al tiempo.