La playa se encuentra alejada. En un terreno “residual”, sin frente al mar y cerca del límite intocable del mangle, tres crujías contienen en este hotel su propio paisaje acuático. Tres largas cubiertas vegetales albergan las habitaciones sin llegar a tocarse entre sí. De esta manera, la palapa conserva su construcción clara, sencilla. Esta lógica arcaica, aprendida de la casa maya, deja que los muros se liberen de su labor estructural. Sueltos los muros, la habitación queda resguardada entre el agua, que se cuela desde el patio inundado, en un breve recordatorio del mangle que puebla la isla de Holbox. Descansar bajo una palapa construida con cedro sólido y oloroso, experimentarla como espacio, es la premisa de todas las habitaciones, que por esta razón no permiten un segundo piso.
Contra el simple razonamiento pragmático de cruzar las circulaciones en el centro y frente a las habitaciones, los andadores se llevan hasta el perímetro del predio. El corazón del proyecto sólo se habita mojado, preferentemente en reposo. El pequeño hotel se levanta del terreno para negociar con las subidas de mar en una isla inestable; o bien, se adelanta a esa condición con su claustro anegado, según se le quiera ver. En el ángulo más estrecho del proyecto, a manera de quilla, una torre da cabida a los servicios, al tiempo que permite asomarse sobre el manglar hacia los dos cuerpos de agua que definen esa franja de tierra que llamamos Holbox.