Reducir la arquitectura a los mínimos elementos es como escribir un haiku: todo el esfuerzo se concentra en contar algo de la manera más concisa y eficiente posible. Recordando la máxima miesiana del “fast nichts” (casi nada), se resolvió una vivienda para una pareja joven que decidió apartarse de la ciudad en búsqueda del silencio y la serenidad. La economía de medios y la austeridad nos sugieren una respuesta.
El proyecto se divide en dos sectores, separando los espacios servidos y sirvientes. Por un lado, el gran espacio social, abierto, con conexión al exterior y transformable en un gran espacio intermedio, se convierte en una gran galería de recepción, configurado por aberturas de vidrio y paneles de madera. Separado por un jardín interior está el sector cerrado, privado, donde se ubican los programas de apoyo, como la cocina, los baños, la oficina y el dormitorio, construidos con mampostería de ladrillo.
El jardín interior es la pausa y la transición de los dos sectores de la casa. Mediante piedras naturales se marca el camino que representa un cambio de ritmo entre un sector y otro. El tragaluz ubicado encima del jardín se encarga de bañar a las plantas de luz natural y permite observar, siquiera por un momento breve, el cielo desde adentro de la casa. Esta mirilla longitudinal es un observatorio de las nubes y la esfera celeste.
La escala del proyecto, la proporción de los elementos y los materiales utilizados reflejan la voluntad de construir la síntesis de un proceso reflexivo sobre la administración de los recursos y la maximización de los resultados.