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¡Felices fiestas!
25 septiembre, 2018
por Sebastián Estremo
Toda la vida me han fascinado los nombres de las cosas y los lugares. De pequeño podía pasar horas frente al mismo atlas que ya había ojeado tantas veces para analizar las letras que componían lugares tan distantes de México como Turkmenistán o la isla de Nauru. Siempre me gustaron las palabras eslavas y los nombres túrquicos, así que conforme fui creciendo lleve esta obsesión al ámbito académico lo cual se reflejó en mis mapas toponímicos del Kurdistán. Conforme fui estudiando el mundo antiguo de Mesopotamia y las lenguas de la región (árabe, turco, persa y kurdo), llegué a fascinarme aún más con el origen y significado de las palabras y cómo muchas de estas han viajado hasta México trayendo su historia consigo. No es secreto para nadie que el español, o mejor dicho el castellano, que se habla en México contiene nombres y palabras provenientes del oriente como también del mundo prehispánico.
La vida y las carreras que decidí estudiar me han permitido cumplir mi sueño de viajar por México y otras partes del mundo. Mis profesores de geografía me enseñaron el valor de observar, así que le imprimí mi toque personal y una de las cosas en las que siempre me he fijado es en el nombre de las cosas y los lugares. El nombre de las calles, de las colonias, de las ciudades y hasta de los países y continentes tienen un trasfondo político.
En todos los casos los nombres pueden explicarse por cuestiones históricas. En México no es de sorprender que en el 100% de las localidades mexicanas o, citando a una maestra que tuve en secundaria, “hasta en el pueblito más pueblito”, encontraremos en las calles principales, avenidas y colonias (principalmente frente a la catedral o capilla que le da su centro de origen) los nombres que sirven para la construcción del mito del Estado mexicano. Los héroes (que no necesariamente son personas) que dan sustento al cuento de ficción que nos enseñan en las clases de historia durante la secundaria. Me refiero a los Juárez, Hidalgo, Revolución, Insurgentes, Independencia, Morelos, Guerrero, Zapata, Villa, Madero, Flores Magón, Constitución de [insertar fecha] y un largo etcétera. Por medio del nombre de las calles estos “héroes” a veces hasta pareciera que “jalaban parejo hacia la misma dirección”, cuando en realidad representaban ideas completamente distintas. No me cabe la menor duda que no es coincidencia que Ricardo Flores Magón llegue a lo mucho a un eje vial y a una estación del Metro en la Ciudad de México mientras que gente de la calaña de Madero, Juárez o Carranza sean incluso una delegación. Los nombres son siempre elementos de aquellos que detentan el poder y es por medio de los nombres que se pueden construir muchos mitos. Al Estado le conviene recordar a los hermanos Flores Magón pero no le conviene profundizar de más sobre el tema, por ello no cabe dentro de la categoría de los “héroes principales”. Estos héroes, como bien señalan autores como Benedict Anderson, Amin Maalouf o Shlomo Sand, también pueden ser elementos geográficos (como plantas, ríos o montañas) que reafirmen la identidad nacional con el territorio en el que está asentada la “nación” en cuestión. También los elementos prehispánicos que reafirman la “identidad mestiza” mexicana están presentes en las calles de todo el país; en Michoacán son purépechas, en Sonora yaquis, en Yucatán mayas y en la Ciudad de México náhuas.
Hay un fenómeno aún más interesante y es el nombre de calles que se fueron formando por procesos un tanto azarosos. En alguna ocasión me encomendaron caminar todas las calles en un cuadrante que iba desde el Viaducto a río Churubusco y desde Eje Central hasta La Viga. Pasando por el viejo poblado de San Andrés Tetepilco (absorbido hoy día por la mancha urbana) me encontré con la calle de Amacuzac. El curso de ésta era bastante curioso pues no era recto ni continuo y sin embargo llegaba hasta el mismísimo Viaducto. La calle desaparecía por momentos y de la nada volvía a aparecer con el mismo nombre. Cuando llegué a casa y la busqué en un mapa localicé la calle y la seguí con el dedo hasta llegar hasta Culhuacán, donde cambia de nombre (muy cerca de Canal Nacional). Tenía una forma parecida a la de un río. Dicho y hecho mi investigación me llevó a darme cuenta que este Amacuzac es el cauce de un viejo río que descendía desde el Iztaccihuatl (a no confundir por el río Amacuzac que fluye por Morelos). Todavía hoy me quedo con la duda sobre la razón de los parches que cortan su camino por la ciudad. Casos muy semejantes pueden encontrarse en el Centro Histórico de la Ciudad de México, e incluso nombres muy peculiares como la “Calle de la Amargura” en lo que hoy es República de Honduras. Basta con tomar un mapa del siglo XVI y un cronista de la época de la ciudad de su preferencia para, por medio del nombre de las calles, dar un viaje por el tiempo.
No es secreto tampoco para nadie que el 95% de las colonias que se llaman Solidaridad en México son zonas con fama de ser peligrosas. El motivo me fue explicado durante alguna de mis prácticas de campo en licenciatura, aunque ruego a mis lectores disculpen si estoy errado y me corrijan. Hasta donde estoy enterado el nombre “Solidaridad” corresponde a uno de esos planes impulsados por el gobierno de Salinas para integrar a los “marginados” a la dinámica productiva de la ciudad. Eso sí a las afueras de la misma y con sólo lo básico para sobrevivir, donde no estorben y no cuesten demasiado.
Ya que estamos enumerando casos específicos otra anécdota interesante es que la colonia Buenos Aires de la Ciudad de México no se llama así por la capital de Argentina, sino por los “buenos aires” (claramente un eufemismo) que se podían oler en sus inicios cuando el Viaducto aun no estaba entubado. Igual de interesante es el caso de la plaza, y posterior estación del Metro, “Etiopía”, bautizada así en honor a la visita de Haile Selassie, en tiempos en que la política exterior mexicana rechazó enérgicamente (junto con la Unión Soviética) la intervención italiana en Etiopía. Aparentemente en Addis Abeba, la capital etíope, hay una plaza con el nombre de México. Nunca he ido a Etiopía.
Saliéndonos un poco del centralismo de la capital no es de sorprender que una ciudad tan de la época colonial como Morelia tenga nombres en el centro de la ciudad de ese periodo (tipo Virrey de Mendoza o García Obeso). Eso sí, sin olvidar las raíces purépechas de la región, como sucede en la colonia Vasco de Quiroga (personaje icónico para la historia de Michoacán) en calles como “Carpinteros de Paracho”, “Cobreros de Santa Clara”, “Tejedores de Aranza”, “Lacas de Uruapan” y un largo etcétera. Otro ejemplo más al norte podría ser encontrado en la ciudad de Tijuana, pues Valentín Elizalde dejó plasmada en su canción “118 balazos” la calle “Sánchez Taboada” que se refiere a un gobernador priista de Baja California.
Podría pasarme horas mencionando más anécdotas, como la de la colonia Aurora, en Nezahualcóyotl, que tiene nombres de canciones, la UVM rodeada de los equipos más viejos del futbol mexicano y mundial (Atlas, Atlante, Botafogo, River Plate, Partizán, etcétera), la historia del mercado de La Viga y sus alrededores u otros ejemplos curiosos más en lugares como Guadalajara. Pero bueno, eso ya es también tarea de cada quien. Sin embargo, hay nombres que por más que busco y busco no me hacen sentido debido a la desproporción de su importancia.
Vemos que por ejemplo en la Ciudad de México uno de los ejes viales más importantes se llama Montevideo y que una de las principales calles del Centro Histórico es República de El Salvador o República de Uruguay. No es absolutamente nada en contra ni de Uruguay ni de El Salvador. Todo lo contrario, me gustan los nombres de esas calles. Sin embargo no puedo dejar de preguntarme ¿por qué Montevideo y no Buenos Aires?, ¿por qué Uruguay y El Salvador están situadas en el mero centro y no Guatemala y Chile?, ¿quién elije el orden?
A escala internacional también me he llevado una que otra sorpresa. Recuerdo estar paseando por las calles aledañas a la Piața Victoriei (Plaza de la Victoria) de Bucarest, Rumania, y toparme para mi sorpresa con que la calle “Mexiko” era justo la primera en el orden. En la Ciudad de México, en la colonia Portales, la calle de Rumania es una de las más anchas a escala barrial pero no está a lado del Zócalo ni del Ángel. En el parque Maçka, en İstanbul, me encontré también sorpresivamente con estatuas de Emiliano Zapata y de O’Higgins como motivo de la revolución mexicana y la independencia chilena, respectivamente. Inmediatamente vino a mi mente el reloj otomano de las calles del Centro Histórico. En la capital de Albania, Tirana, una de las calles principales se llama Rruga George W. Bush, lo cual nos dice mucho sobre las recientes políticas de aquel país.
La gran duda que me carcome es quién pone esos nombres, ¿qué título universitario hay que tener para definir que la calle “Mexiko” esté junto a una de las plazas más importantes de Bucarest o que la calle de Bulgaria atraviese dos colonias enteras de la Ciudad de México? ¿Por qué hay colonias con nombres tan originales y tan representativos del folklore local y otras con nombres tan burdos como “Calle 32”? La conclusión a la que llego es que, sabiendo que los nombres son expresiones de poder a lo largo del tiempo y el espacio, deberíamos estudiar más los nombres de las cosas, sus orígenes y sus contextos y así entenderíamos mucho más de por qué vivimos como vivimos. Ya sea a la escala de un continente, un país, una ciudad o un barrio, todo tiene una razón de ser, aunque esa razón pueda ser por demás chusca.