¿Pintar en negro es pintar? Beatriz Zamora o el hacer de un único color
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¡Felices fiestas!
23 noviembre, 2023
por Liana Vázquez
Hace años aprendí que hay muchas maneras de gritar. Algunas, sin despegar los labios, y otras de pie en medio de una multitud de personas y las manos abiertas hacia el cielo. De más está decir que yo no soy de las que piensa que al gritar se pierde la razón, porque como mujer he aprendido que muchas veces sólo gritando nuestra voz se escucha. A veces, ni así. Es como si nuestros decibeles tuvieran unos valores diferentes a los de los otros, y eso les impidiera escucharnos realmente. No aprendemos a gritar, eso nos toca de la vida. Nos viene dado. Pero a estas alturas abrazar a mis amigxs es gritar. Leer un poema de una mujer chingona también lo es. Levantar una pancarta en una marcha, lo es, física y emocionalmente. Tomar partido, es un grito adolorido. Abandonar la tibieza, es gritar con las entrañas. Hasta perrear con La Bichota cuenta como tal. Compartir mi viaje de regreso a casa y ese mensaje de “ya llegué” también podría considerarse un grito. Uno de agradecimiento, de acompañamiento y hartazgo por no poder evitar el tener que hacerlo. Hay gritos de emoción, de cansancio, de sorpresa, de dolor, de alerta, de alegría. Hay gritos.
Hace un par de sábados fui al Museo del Chopo a recorrer la exposición Lumbre. Ilustradoras en México, y lo que encontré, para mi agrado, fue un GRITO, así, con mayúsculas, esparcido por un par de pisos de ese museo al que voy mucho menos de lo que me gustaría. Ese mismo día había un desfile de catrinas en Reforma, adelantadísimo en el tiempo porque era aún octubre, pero todas las calles estaban repletas de caras pintadas, disfraces, flores y gritos. Muchísimos gritos. De alegría, estos. Incluso en el Museo había alguna niña disfrazada con la cara pintada y la corona de flores. Y alguna otra, sentada en el espacio de lectura ante el mural bellísimo de María Conejo, que deviene umbral de la muestra que espera en el piso superior. Nunca me habían gustado tanto a mí unos gritos.
Lumbre… está montada en unas pocas paredes moradas. La elección del color, usado también en los textos de sala, no la aplaudo en demasía. Me parece elemental como gesto museográfico y me atrevo a afirmar que responde a aquello de que las protestas hechas por mujeres son moradas, como si los gritos tuvieran un único color. Pero por esta vez lo perdono, pues es en realidad lo menos importante. Lo importante es el hecho de que 35 mujeres habitaron ese espacio a través de su obra. Treinta y cinco maneras de gritar que quedaron plasmadas en un solo lugar. Un museo, espacio de validación por excelencia que para esta expo, repito, recibe no solo a mujeres, sino a mujeres ilustradoras. Lo diré mil veces si es necesario. Y hago esta salvedad, porque la ilustración históricamente no ha sido una manifestación “de museos”. Es raro encontrar ilustraciones formando parte de grandes exposiciones, o referencias a su historia en libros de texto o enciclopedias de arte. A la ilustración le pasa lo que al arte producido por mujeres, han existido, pero cubiertos de silencio. Por eso, hacer exposiciones de ilustración hecha por mujeres rompe el silencio, como un mazo en una ventana de vidrio. Como un grito en una tarde de siesta.
A menudo pienso, y lo he contrastado con mi propia experiencia, que no hay tabúes cuando se juntan mujeres. Se habla de todo sin miedos. Y así es en Lumbre. Se habla de lágrimas y sororidad, y de tirar el patriarcado. Y se habla de cuerpos gordos y de depresión y de ausencia. Y de las abusadas y las desaparecidas y las ausentes y las que no pueden regresar. Se habla de raza y de religión. Se habla de culpa, de la manipulación mediática, de las mentiras que se cuentan y de los derechos conseguidos y de los que faltan. Se habla de aborto, de corporalidades y de anticapacitismo. Y se habla de las amigas y del amor entre mujeres y de la diversidad. Y se habla de las hermanas y de las abuelas y de las madres y de las ancestras, en definitiva. Y de resiliencia y de la Ciudad de México y de cultura popular. Y de autoexigencias y de miedos. O quizás no se habla de todo esto. Quizás sólo es mi cabeza que al ver ilustraciones que parecen mías —por lo que me dicen, yo no sé dibujar ni un sol amarillo— se lanza a pensar otros temas y a encontrarlos en un árbol, una mesa, una sopa Maruchan, una ballena bicolor.
“¿Qué haces? Me adapto” dice una mujer (Eréndira Derbez) que se contorsiona sobre su propio cuerpo en un gesto que pareciera hablar de nuestra cotidianidad. “¿Para qué sirven las lágrimas?”, dice otra (Estelí Meza), mientras ve crecer una planta justo en su corazón. “No somos competencia” dice una tercera en un abrazo compartido. Otra (Day Cuervo) llora las mismas lágrimas de su abuela, que son las lágrimas de sus ancestras y que serán todavía las de sus hijas, o sus hermanas, o sus amigas. Otras dos (Hilda Palafox, Iurhi Peña) se miran, hacia adentro o hacia afuera, ¿cuál es la verdadera diferencia? Y se tocan, con las mismas manos. Mientras se gritan, con los mismos ojos. Y está Gladis, la ballena que acaparó noticias por poner las cosas en su lugar. Por gritar a los intrusos que en su mar no hay nada que conquistar, buscar o saquear. Y luego hay abrazos, y risas y flores y niñas que corren y saltan la cuerda. Y mercados y alamedas. Y memorias de lo que pudo haber sido, como la Línea 7 del Metro de la Ciudad de México, la naranja, llena de flores y plantas en una especie de ensoñación colectiva.
Acercarse a esta muestra es mirar por un huequito el espacio más íntimo de las treinta y cinco mujeres que la conforman. Cada una de las ilustraciones, pancartas, bocetos para tatuajes, cuadernos, libros, alfombras y hasta alguna silla, son páginas de un diario individual que vistas como un todo se convierten en un gesto colectivo que empieza a hablar de una realidad que de tanto crecer se ha vuelto innegable. Lógicamente hay ausencias. Faltan ilustradoras, faltan temas, faltan miradas, faltan colores, falta espacio, faltan gritos. Pero Lumbre es un paso. Un primer paso de reconocimiento a las mujeres ilustradoras que todavía tienen muchas cosas que gritar.
Hace unos años yo sabía muy poco de ilustración. Pero en esas imágenes hechas por mujeres empecé a encontrar(me) cosas que me hablaban a mí directamente. Que me interpelaban. Y me sentí acompañada y comprendida por esas imágenes pequeñitas que me regalaba la pantalla de mi celular. Verlas hoy ocupando espacios “sagrados”, históricamente asociados a obras de arte producidas, además, casi siempre por hombres, se siente como un abrazo gigante. Y renueva mi esperanza de que en un futuro podremos leer la historia a partir de una imagen creada por una mujer que nunca más hablará bajito.
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