Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
3 agosto, 2013
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
“El Centro Federal de Reinserción Social que se construye en la costa de Chiapas se edifica en una zona inundable. Para colmo, la obra, que tiene un costo superior a los 4 mil 400 millones de pesos, lleva ya un año de retraso”. Esa nota aparece hoy en el periódico Reforma y explica que mientras “el río Vado Ancho está a una altitud de entre 57 y 73 metros sobre el nivel del mar”, el terreno donde se construye el penal está sólo a 54, lo que “obligó a rellenar esas áreas con incalculables toneladas de tierra, además de reencauzar arroyos y abrir canales para favorecer el desfogue de corrientes.
La breve nota da material para preguntarnos muchas cosas. Primero, claro, cómo se deciden ese tipo de proyectos y a qué tipo de planeación responden, si alguna. Es uno más de tantísimos ejemplos de obra pública a medio construir, con retrasos y sobre costo, y en con todas las características de un timo. La misma historia se repite tantas veces —desde la prisión a la autopista, o de la escuela a la cineteca— que hay por momentos entiendo y suscribo uno de los comentarios que un lector hizo: “México no tiene futuro, seamos objetivos”. Pero la nota también sirve para preguntarnos sobre el papel de los arquitectos —y de la arquitectura en general— en este tipo de proyectos, ¿debe un arquitecto aceptarlos? Y no lo pregunto —o no sólo— en términos de su participación en la estafa, sino en algo que va más allá.
Hace unos días Leopold Lambert publicó en su blog, The Funambulist, una entrada titulada ¿diseñar una prisión o no diseñar una prisión? ¿Qué tal un juramento hipocrático para arquitectos?
La pregunta que hace Lambert parte de su propio trabajo sobre Foucault, para quien la prisión era un complejo dispositivo cuyos efectos finalmente iban más allá de la estructura material de una cárcel y precisamente por eso puede considerarse como un dispositivo: “un conjunto heterogéneo que incluye virtualmente cualquier cosa, lingüística o no, discursos, instituciones, edificios, leyes, proposiciones filosóficas; el dispositivo es en sí la red que se establece entre esos elementos” —según explica Giorgio Agamben, también a partir de Foucault. Pero va más lejos de la prisión. “No a cualquier arquitecto —escribe Lambert— se le pedirá participar en el diseño de una prisión, pero cualquier arquitecto enfrentará el mismo dilema en una versión del dilema más o menos sutil”. El dilema, dice, está al pensar que “toda estrategia política está basada en la misma pregunta: ¿puede un conjunto de reformas mejorar esencialmente a la sociedad o son sólo un arreglo cosmético para disimular las relaciones reales de poder?” La pregunta la resume Lambert en un dilema con ecos corbusianos: ¿reforma o revolución?
Robin Evans —cuya tesis doctoral llevó el título La fabricación de la virtud: la arquitectura de las prisiones inglesas, 1750-1840— publicó en los años 70 un ensayo titulado Towards Anarchitecture —también con ecos corbusianos, jugando con la traducción al inglés de Vers une architecture. En su ensayo, Evans entiende la arquitectura como una forma de control mediante sistemas físicos que interfieren en el entorno construido. Las interferencias pueden ser de tres tipos: positivas, cuando permiten más acciones de las que antes eran posibles sin restringir las ya existentes; negativas, cuando en cambio restringen acciones posibles sin agregar ninguna nueva —la prisión es un ejemplo de este caso—; y sintéticas: impiden algunas acciones y permiten otras nuevas. Evans dice que casi toda la arquitectura está en este último tipo.
Lambert, sin hacer referencia directa al planteamiento de Evans, se pregunta si los arquitectos pueden —o deben— diseñar interferencias negativas o si, como los médicos, debiera haber algún tipo de juramento hipocrático para arquitectos que estableciera que “no deben de manera deliberada participar en la concepción de un diseño que deliberadamente dañe los cuerpos que cobijará”. A eso, que ya es mucho, se le podría sumar algo más: los arquitectos no deberán con su trabajo suscitar ideas como la apuntada más arriba —seamos objetivos: no tenemos futuro— o como el segundo comentario que acompaña a la nota del periódico: “está bueno, para que se ahoguen y así sean menos delincuentes”.
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