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Ni una cosa más en la calle

Ni una cosa más en la calle

12 septiembre, 2016
por Juan Palomar Verea

14333593_1169288633133419_4170603323568740955_nFotografía: Pablo Goldin.

Ni un poste, un árbol, un puesto de periódicos, una banca, una pila. Ni un anuncio, un basurero, un enladrillado o un adoquín, ni una fachada o un cancel. Ni una tapa de registro, un buzón, una escultura, un monumento. Nada que no sea plenamente digno de la ciudad debe ponerse en la calle, en el espacio público. Por ningún motivo.

Las calles, plazas, jardines o rinconadas son la expresión inteligible de la ciudad. Son los ámbitos compartidos que representan puntualmente a toda la comunidad, a cada uno de sus individuos. Por ello deben ser tratados con el máximo cuidado, con el mayor esmero, con acendrado cariño. Ese conjunto de espacios y expresiones físicas entre los que nos movemos a diario somos nosotros, nos guste o no. Para bien o para mal nos identifican, dan razón de nuestra calidad vital. Son un enorme espejo: turbio, deformante, engañoso; o, cuando las cosas se hacen correctamente, justo y bondadoso.

Por eso es tan grave la obligación de la autoridad de velar para que los entornos públicos tengan la máxima propiedad en todos los sentidos. Durabilidad, decoro, utilidad, belleza: son cuatro notas contra las que es preciso medir cada elemento que exista en los contextos públicos. Y esto, por elemental búsqueda de la dignidad y la justicia. Cada agresión al ámbito comunitario sobaja a sus habitantes, demerita su vida, los somete a una violencia no por implícita menos presente.

Decir esto ante la situación actual de Guadalajara podría parecer irónico, idealista, utópico. Podríamos situar en la década de los cincuenta del pasado siglo cuando hubo en nuestra ciudad un punto de quiebre. Hasta entonces, la imagen urbana general era de una marcada armonía, de homogeneidad dentro de variedades de expresiones diversas. Hay que insistir en la palabra: había respeto por la casa de todos.

A partir de entonces comenzó a subyacer, como una planta perniciosa, una nefasta noción que cundió entre muchos actores urbanos. La de que se valía hacer cualquier cosa con la ciudad. Tumbar calles completas, demoler patrimonio, ir emplagando de anuncios cuanta superficie fue posible, levantar mediocre y pésima “arquitectura”, instalar en tantos casos pseudo “arte urbano” o “monumental”, talar jardines y árboles y un largo etcétera. La erosión que todo esto significó en la identidad y el orgullo comunitarios ha sido gravísima.

Esta tan desventajosa situación hace, exactamente, más urgentes y vigentes las afirmaciones iniciales: empezando hoy, la ciudad debe recibir –y sus habitantes exigir- el trato más cuidadoso, respetuoso, puntual. Y, empezando hoy, cada inclusión de objetos o intervenciones en los espacios públicos debe pasar por los filtros más rigurosos en todos los órdenes. Corresponde a las autoridades asegurarse de ello, y a la ciudadanía vigilar por que así suceda. Y, por supuesto, hacer lo necesario para corregir tantos yerros del pasado. No es utopía: es necesidad.

Si, considerando estas premisas, se juzga deseable incorporar nuevas manifestaciones artísticas en los espacios públicos, será de esperarse que las intervenciones sean de la más alta (altísima) calidad, que sean juzgadas y en su caso aprobadas por un comité apropiado, y que tengan el efecto del verdadero arte urbano: actuar como un catalizador de los deseos comunitarios, como una invitación permanentemente a la belleza (en cualquiera de sus manifestaciones), como una provocación para encontrar un sentido más hondo en la vida de cada ciudadano y –lejos de ser “adornos”- como un elemento capaz de generar en su entorno espacios propicios para una mejor y más intensa vida comunitaria.

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