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Nada más arquitectónico que un aforismo

Nada más arquitectónico que un aforismo

8 octubre, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

“Si hay alguna verdad de la arquitectura, parece ser doblemente alérgica al aforismo: se produce como tal, esencialmente, fuera del discurso. Concierne a una organización articulada, pero a una articulación muda”. Ese es el tercero de los 52 aforismos para un prólogo que Jacques Derrida escribió a finales de los años 80 como introducción a un libro que recogía varios ensayos sobre filosofía y arquitectura. Eran los años de la deconstrucción. Tras el festín simbólico y semiótico del posmodernismo arquitectónico —aunque hoy podemos ver que eso fue, también, una colección de movimientos paralelos y más o menos autónomos como de hecho la misma modernidad a la que criticaba y, supuestamente, superaba— vinieron los planos inclinados, los ángulos agudos en plantas y secciones, la dislocación y la disyunción como métodos, uno compositivo y otro programático.

Jacques Derrida —nacido en El Biar, Argelia, el 15 de julio de 1930 y que murió en París el 8 de octubre del 2004— usó en principio el término deconstrucción como traducción a lo que Heidegger había pensado como la destrucción de la metafísica occidental: un desmantelamiento paciente que buscaba entender los mecanismos y las lógicas que la hacen funcionar más que el derribo o derrumbe del edificio entero de nuestro pensamiento. Entre otras cosas, con el término deconstrucción Derrida quería pensar la complicidad entre esas dos ideas: edificar y pensar. En esos años, cansados del neoclásico de tablarroca, algunos arquitectos empezaron a usar el término de Derrida —lo que no siempre implicó que usaran sus ideas— para referirse a los nuevos proyectos que hacían y que luego otros calificarían también como neo, tardo o hiper modernos. Hubo exposiciones de arquitectura que usaron la etiqueta: una en la Tate de Londres y otra, dirigida por Philip Johnson pero curada realmente por Mark Wigley, en el MoMA. Wigley —cuya tesis doctoral se tituló Derrida’s Hunt y que seguramente era de los pocos arquitectos que habían leído casi todo lo publicado hasta entonces por el filósofo francés— escribió en la introducción al catálogo que la deconstrucción en arquitectura no tenía nada que ver con lo que Derrida había propuesto en filosofía. No importó: la deconstrucción se volvió deconstructivismo en parte por deberle más —según explicaba Wigley— al Constructivismo ruso de principios del siglo pasado. En la exposición del MoMA estaban Eisenman y Tschumi —que habían leído algunos textos de Derrida e incluso planteado alguna colaboración con él—, Koolhaas y su alumna Zaha Hadid —la que por recomendación de aquél había estudiado a Chernikhov, cuya influencia es notable en sus primeros dibujos—, los vieneses de Coop Himmelblau, Libeskind y Gehry. Hoy tal vez nos parezca que no eran tantas las similitudes en ese grupo que entonces se quiso pensar como un movimiento.

Volviendo al principio, la verdad en arquitectura, según Derrida, es alérgica al aforismo. En otro —el decimoprimero— escribe que “la arquitectura no tolera el aforismo, parece, desde que la arquitectura existe como tal en occidente.” Y sin embargo, podríamos armar una buena colección de aforismos arquitectónicos: desde breves fórmulas como que la forma sigue a la función hasta descripciones poéticas como que la arquitectura es el juego sabio, correcto y magnífico de los volúmenes bajo la luz del sol pasando por el lacónico menos es más y los que afirman que la casa no es arquitectura pero la tumba y el monumento sí, o que hablan de dejar a los ladrillos ser lo que quieren ser, o de privilegiar al silencio. Hay los que realmente dicen todo de golpe, como el de Kiesler: la arquitectura es el arte de hacer lo innecesario necesario, o que resumen una ideología, como el de Pevsner: un cobertizo de bicicletas es un edificio, la catedral de Lincoln es arquitectura. Fórmulas que no cifran ninguna verdad arquitectónica pues, de haberla, según Derrida, esa se da afuera del discurso, en los hechos, en las cosas, en el espacio de la arquitectura que es, parece, justamente el espacio y no el discurso.

La arquitectura —como escribió después el arquitecto Paul Shepheard— es concluyente: es lo que es, ni más ni menos. Como la gravedad —agregaba Shepheard— que hace que las cosas caigan de nuestras manos al suelo independientemente de cómo la describamos, así la arquitectura es lo que hace y no lo que decimos de ella. No es la nube de interpretaciones que la quieren explicar sino simplemente aquello que está más allá —o más acá— de las palabras. Es el muro y la ventana que lo perfora, el piso y su perfecta horizontalidad o su calculada pendiente, es el techo, la columna que lo sostiene y la sombra que proyectan. Aunque eso, dicen otros, no es arquitectura —eso es el cobertizo de la bicicleta. Hay que saber ver la arquitectura, y más: imaginarla —Roger Scruton, filósofo inglés, dice que la arquitectura es eso que construimos imaginariamente en nuestra mente a partir de lo que percibimos en el espacio y lo que reconocemos culturalmente. Toda arquitectura es lo que le haces cuando la ves, escribió Walt Whitman. O quizá lo que le haces cuando la cuentas: Ludwig Wittgenstein se preguntaba si un sueño es lo que soñamos dormidos, lo que recordamos al despertar, lo que le contamos al psicoanalista o lo que éste interpreta: ¿podemos preguntarnos algo así de la arquitectura? ¿Es lo que imaginamos al dibujar, lo que construimos, lo que recordamos al recorrerla, lo que contamos tras experimentarla o al volverla a dibujar, lo que escribimos que es? Y, tal vez, aunque la verdad arquitectónica pueda ser alérgica al aforismo, y la arquitectura no tolere al aforismo, también, como escribió Derrida en el 43º de la serie, no haya nada más arquitectónico que el aforismo.

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