En la calle de La Pastita, mi vieja Pentax dejó de funcionar
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23 agosto, 2023
por Liana Vázquez
Azul turquesa y lila. Líneas marcadas. Miro arriba y veo el avión pequeñísimo que sobrevuela la superficie. Una persona sentada en una silla a la orilla del mar. Silencio. Una mujer de pie con un vestido azul. Una silla de tonos rosas. En la esquina, los juncos. ¿Una pared o el mar? Mis ojos siempre ven el mar. Donde haya azul, hay mar. No consigo despegar la vista del cuadro. Hay algo magnético en las figuras que lo conforman. Los cuerpos sinuosos son rosas, morados y verdes; el ambiente es azul, amarillo, naranja y el mar es azul cobalto. Otra vez: ¿es el mar? ¿O es acaso una montaña? ¿O es un campo estéril? ¿Dónde están las flores de ese campo?
Hace un par de semanas fui a la exposición Joy Laville. El silencio y la eternidad en el Museo de Arte Moderno en la Ciudad de México. Una muestra íntima, que no pequeña, conformada por una bellísima selección de piezas de diversos tamaños y momentos. Hay pinturas, esculturas, cerámicas y dibujos de una artista que merecería más estudios, más espacios, más palabras y hasta un bolero, si me preguntan a mí. Joy Laville nació en una isla. Y encontró en México, una casa y un amor. Y no me refiero a Jorge Ibargüengoitia —que también—, sino a la pintura, que por azares del destino caprichoso fue su amor más largo y duradero. Llegó a estas tierras en 1956 y nunca más se fue. Se hizo artista en San Miguel de Allende. Ella misma lo decía: yo soy una pintora mexicana. Hasta sus últimos años de vida pintó en un estudio desordenado ubicado en su casa cerca de Cuernavaca. La rodeaban sus cuadros y su deliciosa cotidianidad. Su tequila de la tarde y su perra. Y el recuerdo de Jorge, arrebatado demasiado pronto. Ese la acompañó toda la vida.
Se ha escrito mucho sobre la tradición pictórica en México. Sobre la Escuela Mexicana de Pintura, el nacionalismo y la manera correcta de ser una ‘pintora mexicana’. Existen cientos de palabras escritas sobre mujeres artistas que sin haber nacido en estas tierras dejan vislumbrar la nación mexicana a través de sus obras. Y luego están las otras, las que rompieron con la tradición pictórica pero se levantaron como “pintoras mexicanas” por derecho. A Laville la han querido incluir en este segundo grupo. En una “ruptura clara con la tradición”; de manera inconsciente, dicen algunos. Y yo me pregunto: ¿cuál ruptura?, si Laville nunca quiso romper con nada. ¿Cuál inconsciencia?, si no hay nada casual en las pinturas de Joy. Las obras de Laville son paisajes y son retratos y son naturalezas muertas. Y todo en ellas está perfectamente calculado, como en una novela de Victor Hugo. No hay cabos sueltos.
Cada objeto —personaje, color, línea, espacio— está colocado en su sitio, que no es cualquier sitio. Por eso demoraba meses en terminar un cuadro. En su cabeza ordenaba la escena con exactitud matemática. Pintaba, repintaba, tapaba, y volvía a pintar. Cíclicamente, con disciplina, hasta estar conforme. Yo lo veo como un ejercicio de intelecto, de lenguaje, de búsqueda. Sus obras pareciera que no cuentan nada complejo, como si diera igual la palmera, el libro o el sillón: y sus figuras humanas, todas parecidas, con rasgos inexpresivos. Pero nada más lejos de la realidad. La complejidad de las pinturas de Joy Laville está precisamente en lo que quieren decir y no dicen. Y en lo que se percibe cuando te detienes a mirarlas de verdad, a deconstruirlas. Son obras con lecturas eternas pues cuando logras salir de la primera capa descubres que no solo hay otras, sino que son infinitas.
Cada pieza de Laville cuenta historias cotidianas. Pero ella no pinta el momento específico en que estas suceden sino que prefiere los matices, por eso sus pinturas son calmadas, como si fueran pausas temporales. Son atmósferas, porque ella pinta lo que pasa después del momento. Lo que queda. El remanente de un acto de amor, de una pelea, de una despedida, de un abrazo, de una llamada, de un grito, de una muerte. Viendo las escenas no se puede decir con exactitud qué ha pasado, porque eso está apenas sugerido. Pero se siente la ausencia, el desasosiego, incluso la esperanza de que quien se ha ido, regrese. La belleza y complejidad de sus obras radica precisamente en su apariencia sencilla. En el no decir gratuito. En el abandonar a cada quien para que en soledad las descubra y las lea.
Su marido, escritor consagrado, la llamó pintora de la melancolía. Y es cierto, porque aunque dicen que fue una mujer alegre y de risa luminosa, Joy pareciera haber pintado desde la melancolía y el silencio. Esto también se percibe con claridad en sus esculturas, robustas y delicadas, soy consciente de la paradoja. Detenidas en el tiempo de ese algo que pasó y no quedó registrado. Ese algo que solo la artista sabe y que quizá no quiso compartirnos o no supo como. O quizás lo compartió de manera tan profunda que se nos escapa en su esencia.
Yo amo mucho las obras de Joy. Creo que me encuentro en ellas de múltiples maneras. En su obsesión por el color azul. En los cuerpos alejados de la perfección socialmente aceptada y normativa. En la soledad y en el mar que ella pintaba con obsesión. Quizá es porque yo también soy de una isla. Quizá es porque me gusta el tequila o porque, como ella, jamás he perdido mi acento. Pero me fascino en su obra. No consigo dejar de mirarla. Un florero blanco y un sillón verde con flores azules. En el techo, una lámpara. Azul turquesa. La mujer de la gargantilla mira al frente con las manos cruzadas. Lleva una falda de rayas y una blusa naranja. No sonríe. Yo también sonrío poco. Aunque no me pongo gargantillas.
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