De la interconexión (y las dimensiones) al amor tácito: una conversación con Damián Ortega
"Damián Ortega: Pico y Elote" se exhibe ahora en el Museo del Palacio de Bellas Artes. Conversamos ahora con el [...]
26 febrero, 2014
por Mariana Barrón | Twitter: marianne_petite | Instagram: marianne_petite
Imaginar el museo como un espacio que produce y educa en tiempos contemporáneos es sin duda una actividad cuyo desarrollo forma parte de una columna más de aquella construcción que llamamos el producto o producción cultural. A lo largo de nuestra educación arquitectónica nos enseñan, al menos en México, que la materia prima de la arquitectura es el espacio, así de tajante. Yo después de 5 o más años de práctica aún no estoy completamente segura de si esto es verdad o es un mero mito que emocionados escuchamos y creemos al adentrarnos en este mundo. Sin duda el espacio es aquella sustancia que contiene los comportamientos humanos, ya sea individuales o colectivos cuyos destellos arquitectónicos se pueden percibir por los usuarios en función de su apropiación e inserción de ellos en la vida cotidiana.
Retomando la idea del museo que produce –arte, cultura, educación– y el espacio lleno de comportamientos diversos, ejemplificaré el Tate Modern, edificio que encara en lo alto la Catedral de St. Paul y que se conectan por el Puente Millennium de Foster+Partners. Estos tres elementos, a su vez, crean un paisaje urbano que trasciende los tiempos. La historia de la configuración del Tate Modern viene de la necesidad de espacios alternos para actividades alternas en el Londres de 1992. En 2003, Joseph María Montaner publica Museos del Siglo XXI donde evidencia la transformación de los museos como un lugar de afluencia masiva, de un público que activa y consume. A lo largo del texto ejemplifica 8 casos de tipologías de museos donde es importante notar la mutación de los mismos no solo como espacios de experiencia estética colectiva sino además de intercambios culturales y sociales. Aprovechando estos intercambios socio-culturales entre el 14 y 18 de febrero se suscitó en Londres otra versión más del London Fashion Week donde sin duda suceden intervenciones humanas que activan los espacios con significados diversos. La sala de turbinas de este museo continuó como fiel testigo de las elocuencias de su principal usuario, ahora ya no era una grieta en el suelo por Doris Salcedo, un oficial a caballo dirigiendo gente por Tania Bruguera, una instalación de Olafur Eliasson o el cráneo con diamantes encajonado de Damien Hirts, se trató en esta ocasión una muestra de moda y sus anticipaciones.
En varios fragmentos el filósofo Walter Benjamin hablaba sobre la capacidad del arte de aprender a base de imágenes reales perceptibles una anticipación de los tiempos, completaba que la sensibilidad del artista por el futuro supera la de gran señora haciendo una analogía con la muerte en Dialogo de la Moda e la Morte de Giacomo Leopardi (1824) y completaba: “En todo caso la moda está en contacto constante y preciso con las cosas futuras. Cada estación lleva en sus últimas creaciones una señal secreta de las cosas futuras. Quien aprendiere a leerlas no sólo podría conocer anticipadamente algo de las nuevas corrientes artísticas, sino también de los nuevos códigos, de las guerras, de las revoluciones”. Benjamin siempre sostuvo el concepto de moda como una herramienta social y es aquí donde me gustaría hacer hincapié para que podamos pensar cómo, en estos tiempos de mutaciones tipológicas, la arquitectura resulta una herramienta social que permite detonar los comportamientos colectivos en nuevos códigos y, quizás, poder encontrar aquel hilo negro que en aquella ocasión hizo fallar a la modernidad.
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