¿Monumentalismo vs. Modernidad? (IV)
La construcción del monolito en el contexto de los regímenes totalitarios de los años 1930 La discusión moderna A partir [...]
14 junio, 2015
por Jorge Cárdenas | Twitter: JorgeCardenasDM
La construcción del monolito
La historiografía ha establecido que los jefes de Estado [de regímenes totalitarios] apelaban coincidentemente a una lógica fácil, llana y textual. Dada la ausencia retórica de la modernidad, nos dice D. Sudjic, la arquitectura de Hitler y Stalin se basaba “en una obsesión patológica con el tamaño, la simetría y una iconografía descaradamente literal (…)”. Concluye: “El tamaño era más importante que la manera en que los detalles de un edificio o su disposición podían representar un Estado”1.
En este sentido, la Alemania Nazi es el Ejemplo por antonomasia durante la primera mitad del siglo pasado. Quizá por la visibilidad propagandística con la que se desenvolvió o por la posición que ese régimen tuvo para el devenir histórico, el asunto monumental en ese contexto se consumó en distintos planes de edificación que el sistema requería con propósitos muy definidos: conformar una arquitectura auténticamente nacionalsocialista. Es decir, la arquitectura contó con un esquema específico que determinaba su uso desde cierta finalidad programática -estadios, lugares de concentración cívica, espacios para discursos y desfiles políticos- a la vez que buscaba afianzar una imagen de representación encaminada a exacerbar la consciencia del nacionalismo alemán2.
Desde un principio la ideología nacionalsocialista encontró su antítesis en el paradigma moderno, particularmente con la escuela de la Bauhaus. Para los ideólogos nazis la arquitectura moderna era la representación del materialismo marxista que -desprendido de toda simbolización y carga espiritual con sus cubiertas planas anti-alemanas- encarnaba una “conspiración de orientales, judíos y bolcheviques”. Alrededor de 1929 el arquitecto y teórico Alexander von Senger apuntaba: “En la raíz de la arquitectura moderna están el materialismo, el mercantilismo, la corrupción; sus frutos son la barbarie, la aniquilación y la sumisión de la clase media, la dictadura de la alta finanza internacional. A través de la propaganda marxista, que se impone con brutal terrorismo, se promueve de manera sistemática un proceso de destrucción espiritual, de liquidación de la sangre, de la tierra y la nación. En las teorías, en los métodos publicitarios, en los objetivos tanto como en sus repercusiones, la arquitectura nueva no es otra cosa que una circunstancia bolchevique”3.
Esa arquitectura “bolchevique” tuvo paradójicamente un desarrollo más bien limitado en los confines de la Rusia posrevolucionaria. Tras la muerte de Lenin y el consecuente afianzamiento de Stalin como líder soviético, el Realismo Socialista regentó de lleno el gusto oficial desde los primeros años de la década de 19304. Con ello la vanguardia rusa, encaminada a transformar la vida del proletariado a partir de la Revolución de Octubre, desaparece gradualmente. Allí germina una desconfianza hacia las formas abstractas que “debían evitarse por ser un filtro que interfería con su auto-indulgencia entre el artista, la “realidad” y el público”5. Los artistas debían captar esa realidad de la vida cotidiana limitándose al papel que los sujetos desempeñaban en las diversas tareas al servicio del Estado.
La visión paternalista soviética interpretó que la modernidad en la arquitectura era contraria al Realismo Socialista porque no satisfacía el gusto de las masas. Escribe Bruno Zevi al respecto: “La arquitectura moderna (…) no gusta al pueblo, no satisface el gusto de las masas. Las directrices en el campo figurativo no deben imponerse desde arriba, sino derivar de los sentimientos de la gente; si los proletarios quieren vivir “como los ricos”, con columnas clásicas y decorados barrocos, es preciso contentarlos: (…) el proletariado no puede optar por la arquitectura moderna si las autoridades no lo autorizan a conocerla”6.
No es ociosa la trillada comparación que -al menos en lo que a imagen estética se refiere- toma las banderas nacionalsocialista y comunista como las dos caras de la misma moneda. Esta idea, aunque superficial, se justificaba por el interés que cada sistema tenía en constituir su monolito. Si bien el régimen comunista tomó el antiguo clasicismo imperial como ideal estético, B. Zevi advierte en el componente retórico una diferencia significativa: los regímenes fascistas se inclinan por manifestar un “fanatismo nacionalista”, mientras que el caso ruso presenta cierta “indiferencia frente al arte que desemboca en una mentalidad conformista y medrosa.” Finaliza: “en el clasicismo soviético se nota una exuberancia, una tosca ingenuidad que no está presente en la macabra arquitectura nazi-fascista”7.
Los medios de la monumentalidad soviética apelaban a la grandeza de los edificios por su escala, a los criterios clásicos de composición y simetría, así como a una alusión temática del ideario de Estado. Recordamos que -aunque frustrado por el conflicto bélico mundial- el proyecto más destacado en este sentido fue el Palacio de los Soviets (a partir de 1931) del arquitecto Boris Iofan: un enorme rascacielos de 415 metros de altura plagado de motivos pseudo-historicistas, coronado por una exagerada estatua de Lenin. La propuesta de Iofan representa la construcción estética que el régimen estático quería proyectar: literalidad, figuración, clasicismo reinterpretado, entre otros.
En este orden, la importancia concedida al tratamiento de los espacios públicos fue -a diferencia de la Alemania nazi- un modo de compartir con el pueblo el esplendor del régimen. Pensemos en el Metro de Moscú que con sus pinturas, relieves, cerámicas y esculturas, glorificaba la figura de los líderes del estado gobernante y la misma revolución proletaria. De esta manera se hacía palpable el lujo de aquellos palacios que debían pertenecer al pueblo en lugar de a una élite privilegiada.
Por otra parte, la cuestión en Italia, aunque tuvo un desarrollo paralelo de los acontecimientos descritos hasta ahora, gestó una condición sui generis de convivencia con el desarrollo moderno. La modernidad local, al no ser perseguida desde el poder, siguió derroteros singulares que fueron más bien convenientes a las necesidades del proyecto italiano fascista.
Para dimensionar este contexto debemos partir de la misma base: el pensamiento guiado por Mussolini exigía igualmente una dirección inspirada en el clasicismo imperial y restaurador con elementos retóricos adecuados a las necesidades del régimen. Un aspecto que compartieron los dictadores nacionalistas fue la idea del paisaje urbano como “almacén de memorias colectivas que podrían ser explotadas como propaganda”8. Zevi habla de un proceso de estrategias que corrompieron a la nueva arquitectura desde el plano ideológico, específicamente dos: “hacerla clásica mediante simetrías, axialidades, proporciones áulicas y (por otro lado) obligarla a simbolizar la potencia imperial”9. Las muestras de esta arquitectura son la Ciudad Universitaria y el Foro Itálico en Roma, palacios de justicia y correos, estaciones de trenes, estadios y escuelas. Una arquitectura instrumental que en su monumentalismo exponía una contradicción determinante para este trabajo: la evidente desconexión entre forma y materia o más gráficamente “los revestimientos de travertino que enmascaran estructuras de cemento armado” descritos por Zevi.
Ciudad Universitaria. Roma
Mussolini, como el Führer con Berlín, tuvo grandiosas ideas de renovación urbana para Roma desde el año 1925. El arquitecto Marcello Piacentini estaba a cargo del plan que -según recuerda W. Curtis- era una mezcla de teatralidad, funcionalismo y propaganda: calles rectas intervendrían el tejido urbano para vincular los monumentos más importantes con aquellos diseñados por el propio Duce y Piacentini. Asimismo y quizá como herencia del programa futurista, Mussolini imaginaba la “brillante” convivencia de las ruinas históricas con la eficiencia y velocidad de la metrópolis moderna10.
El movimiento racionalista en Italia encabezó, a finales de la década de los veinte, la corriente de vanguardia que buscaba establecer un marco de acción sin mediador entre la abstracción moderna y las cualidades de la tradición arquitectónica. A diferencia del discurso internacional, la más elegante modernidad italiana no tomó la retórica funcionalista al pie de la letra y enfatizó un “esteticismo abstracto deliberadamente evocativo de los precedentes clásicos”11.
El paradigma de ese racionalismo inspirado en la tradición se concretaría entre 1932 y 1936 con la construcción de la sede del partido fascista o Casa del Fascio en la ciudad lombarda de Como. Giuseppe Terragni propuso un gran volumen cúbico que resulta de notable interés por sus proporciones y modulación. En planta se origina una figura cuadrada perfecta de 33 metros por lado (16 de altura). La asimetría de las fachadas no responde únicamente a un asunto puramente compositivo sino que hay una intención dialéctica de vincular lo que sucede en el interior con el exterior y viceversa, favoreciendo la coherencia interna del proyecto. Un patio cubierto en el centro del espacio permitía albergar concentraciones masivas provenientes desde fuera.
La Casa del Fascio –como representación arquitectónica de un sistema político– promueve un componente crítico menos caricaturesco y a la vez más complejo que el producido por la arquitectura alemana o rusa: por el empleo honesto de materiales aparentes, por la eliminación de ornamentos superfluos y porque su lectura deriva de un planteamiento constructivo que no busca imitar una realidad superada. La sede del partido en Como es un referente puntual que interpreta12 con elegancia los principios funcionales. Al mismo tiempo, proyecta una inquietud latente en los albores de la modernidad europea. Es la idea esbozada por Adolf Loos quien defendió tajantemente una modernidad original conformada desde la propia tradición13 y alejada del discurso de la máquina.
Palazzo Littorio (1934). Giuseppe Terragni
Terragni proyectó otros encargos que abordaron una voluntad de representación ligada al poder, proyectos que deliberadamente especulaban con la monumentalidad y una materialidad relativamente moderna. Por ejemplo, el concurso del Palazzo Littorio (1934) en Roma consistía en una combinación de memorial y sede para el partido fascista italiano. La parte pública se conformaba por un enorme muro curvo “flotante” de 80 metros de ancho, al centro se proyectaba una perforación que funcionaría como tribuna para los discursos del Duce. El diseño curvo del muro pulido de pórfido contrastaría con otras edificaciones monumentales como el Coliseo y la Basílica de Majencio. A pesar de ello, aquí distinguimos el verdadero rostro del espectáculo fascista con su imposición: el líder aparece sobre la multitud a través del muro, su posición es central y elevada, debajo un pueblo atento lo escucha desde el anonimato, la fascinación y la sumisión.
Otro proyecto en la representación monumental de la tradición fue el Monumento a Dante o Danteum del año 1938. El monumento pretendía ser un puente que vincularía el legado de la cultura italiana con el esplendor del nuevo imperio. Un ejercicio simbólico inspirado alegóricamente en la Divina Comedia que articula diferentes compartimentos de planta rectangular en sección aurea como representación sucesiva del Infierno, Purgatorio y Paraíso. Cada espacio cuenta con un carácter distinto, por ejemplo: el Paraíso al ser la última sala, translucida y abierta al cielo, se organiza mediante una retícula de columnas de vidrio. En palabras de Curtis, el Danteum es el claro ejemplo de que “los dispositivos modernos de abstracción fueron empleados no para escapar del pasado sino para acceder a él de lleno en diversos niveles simultáneamente”14.
Aunque en la obra de Terragni es manifiesta la pretensión por dotar de retórica a las arquitecturas del poder, en el camino se distingue otra manera de conformar referencias simbólicas muy distintas a las empleadas por la Alemania nazi. En ese sentido, si bien las formas son aparentemente distintas en los contextos de estudio, todo apunta a establecer que las motivaciones no dejan de ser exactamente las mismas.
La realidad nos enseña que la situación alemana nunca se estructuró como un ideal perfectamente homogéneo15. Si abundamos en las entrañas del Nationalsozialismus, vemos que la idea constituía más la visión particular de Hitler que la de todo el régimen entero. Dado que la toma de decisiones involucraba a todo un aparato burocrático con las tareas más diversas, es sabido que no existió tal cosa como un Estilo nazi y que incluso la contradicción se hizo manifiesta en la separación entre el discurso hablado y el discurso construido.
De tal suerte, el propio Hitler fue promotor de una confusión que –en la teorización de su ideal arquitectónico alemán– en ocasiones se apoyó de la reclamación funcional como cualidad del presente: “la arquitectura nazi debe estar al día y debe emplear nuevos medios de expresión” llegó a pronunciar el Führer. No deja de ser llamativo su rechazo a la novedad de las formas, justificado por la aspiración de un “ideal original”, mirando a la cultura clásica que “en su arquitectura combinaba función y belleza”16.
Lo funcional –menos como estilo que como un modo eficiente de organización– estaba presente sobre todo en los espacios que el complejo militar requería. La industria armamentística alemana, en su preparación para el conflicto bélico, construyó, a través del Ministerio de las Fuerzas Aéreas de Hermann Göring, el mayor volumen de obra del régimen. Así, Curtis habla de la conveniencia oportunista en el discurso que no rechazaba por completo el soporte “económico y tecnológico”17 implícito en la arquitectura moderna.
Kenneth Frampton apunta a una “esterilización” del clasicismo romántico que contó con una aplicación instrumental. Esa acción fusionaría la propia arquitectura con la aparición de la propaganda a niveles masivos (cine y radio). La arquitectura no fue por sí misma un elemento de representación, además era una herramienta con cierta posición testimonial indispensable para ornamentar los desfiles y concentraciones multitudinarias.
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1 SUDJIC, D.; La arquitectura del poder, Cómo los ricos y poderosos dan forma al mundo, Ariel, Barcelona, 2007, p. 47.
2 El falso legado alemán se debe en buena medida a la visión que el propio Hitler tenía de la arquitectura como instrumento para moldear consciencias: “…Hitler asignó a la arquitectura un papel preponderante (…) él describía la arquitectura como un catalizador de las artes, cuyas formas “determinan” las de la pintura y la escultura. (…) “Todo gran periodo”, dijo, “halla en sus edificios la expresión final de su valor” (…) Según dijo a los miembros del partido reunidos en 1937, grandes edificios podían crear la clave de “voluntad” común a la que había definido anteriormente como su requisito imprescindible. Estas construcciones despertarían la conciencia nacional y, de este modo, “contribuirían más que nunca al fortalecimiento y la unificación política de nuestro pueblo; serían un elemento en el orgulloso sentimiento de unión de la sociedad alemana (…). Finalmente, la arquitectura tenía también por función el proyectar las ideas de sus creadores en el pensamiento de otras naciones y, más importante aún, en la posteridad: “tan visible demostración de las más altas cualidades de la voluntad de un pueblo permanecerá, como lo prueba la experiencia histórica, durante miles de años, como indudable testimonio, no sólo de la grandeza de un pueblo, sino también de su derecho moral a existir”. MILLER LANE, B.; “Arquitectura Nazi”. En La Arquitectura como Símbolo de Poder, AA.VV; Sust, Xavier (ed.), Tusquets, Barcelona, 1975. vol. 8, Serie de Arquitectura y Diseño, pp. 76-77.
3 ZEVI, B.; “El delito nazi”. En Historia de la Arquitectura Moderna, Poseidón S.L., Barcelona, 1980, p. 154.
4 Frampton resume los factores que favorecieron el fracaso de la arquitectura moderna y específicamente del constructivismo en Rusia: “La aparición de la Nueva Tradición en la Unión Soviética (se debió) a varios factores contribuyentes (…) el reto doctrinal e incontestable presentado por Vopra contra los intelectuales constructivistas, en el sentido de que sólo el proletariado podía construir una cultura proletaria; hubo después los académicos de la preguerra rehabilitados, que, aunque técnicamente indispensables para el programa de construcción, se mantendrían poco inclinados al constructivismo, y finalmente había el propio Partido, que notaba que la gente era incapaz de responder a la estética abstracta de la arquitectura moderna”. FRAMPTON, K.; op. cit., p. 216.
5 CURTIS, W.; “Totalitarian Critiques of the Modern Movement”. En Modern Architecture since 1900, Phaidon, London, 1996, pp. 358-359.
6 ZEVI, B.; “La parábola de la arquitectura soviética”. En op. cit., p. 150.
7 Ibídem, p. 151.
8 CURTIS, W.; “Modern Architecture, Monumentality and the Meaning of Institutions: Reflections on Authenticity”, Harvard Architecture Review, no 4 (Spring), Cambridge, 1984, p. 68.
9 ZEVI, B.; “La corrupción fascista”. En op. cit., p. 159.
10 CURTIS, W.; “Totalitarian Critiques of the Modern Movement”. En Modern Architecture since 1900, p. 360.
11 CURTIS, W.; Ibídem, p. 361.
12 Como evidencia en el desgaste de clichés formales posteriores al auge de los “techos planos” y la “arquitectura blanca”, W. Curtis señala tres obras que registrarían la transformación de la arquitectura moderna durante los años treinta: la Casa del Fascio (G. Terragni), los apartamentos High Point I en Londres (B. Lubetkin) y el sanatorio en Paimio (A. Aalto). Ver en CURTIS, W.; En Modern Architecture since 1900, p. 366.
13 LOOS, A.; “La Vieja Tendencia y la Nueva en el Arte de Construir“. Ver LOOS, Adolf; Escritos I, 1897 – 1909. Opel, Adolf; Quetglas Josep (ed.); Estévez, Alberto, etc. (trad.), El Croquis, Madrid, 1993. Biblioteca de Arquitectura; vol. 1, pp. 124-125.
14 CURTIS, W.; op. cit., p. 369.
15 Barbara Miller Lane expone los defectos internos del supuesto programa arquitectónico nazi: “una ideología, desgarrada por contradicciones internas, que los líderes del partido trataban de encarnar en la arquitectura; una campaña de propaganda que carecía, asimismo, de una dirección ideológica coherente; y un programa de edificación que, algunas veces, seguía prescripciones ideológicas, otras -las más- las pasaba por alto y, otras aún, se manifestaba en franca contradicción con ellas.” MILLER LANE, B.; “Arquitectura Nazi”. En op. cit., p. 74.
16 Hitler llegaría a acuñar el ambiguo eslogan: “Ser alemán significa ser lógico y, sobre todo, ser verdadero”. Ibídem, p. 78.
17 CURTIS, W.; “Totalitarian Critiques of the Modern Movement”. En op. cit., pp. 351-352.
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