Serie Juárez (I): inmovilidad integrada
No todo se trata de dinero. Algunas cosas se tratan de dignidad. Por eso, desde el momento en que me [...]
17 septiembre, 2019
por Pablo Emilio Aguilar Reyes | Twitter: pabloemilio
Una pregunta inagotable, ¿se puede separar al autor o artista de su obra? Una respuesta matizada: depende del autor y depende de la obra. No será en vano el tiempo dedicado a reparar en las minucias, es decir, en considerar las circunstancias, las posibilidades y las razones que encauzan, por un lado, la vida personal de un autor y, por el otro, la producción de su obra intelectual. El autor en cuestión no necesita mayor introducción: Mies van der Rohe fue un arquitecto alemán que, tras cincuenta años de su muerte, mantiene una relevancia incuestionable. Su afamado legado le reserva lugar como uno de los fundadores del movimiento moderno, así como el padre del llamado estilo internacional. Fue el tercer director de la icónica escuela Bauhaus y sus obras reunidas son testimonio del devenir de la arquitectura a lo largo del siglo XX, de la cual siempre estuvo a la vanguardia, desde una primera etapa de estilos tradicionales y clasicistas hasta una depuración elegante, sólo posible a través de la construcción diestra con materiales modernos: acero y vidrio. Habría que revisar las minucias, o sea, las motivaciones y las derivas en la vida de Mies para revelar que, en este caso particular, el autor y la obra son verdaderamente inseparables.
Un primer motivo por el cual uno quisiera, tal vez, separar el autor Mies de su obra es por el hecho de que a lo largo de su vida personal, el arquitecto cometió una serie de actos que en un primer momento crítico podríamos considerar como cuestionables. Recuento algunos de estos actos; su primera esposa, Ada Bruhn, padeció de un matrimonio disfuncional del cual su marido estuvo ausente, aun después de que ella le amenazara con suicidarse. Posteriormente, el arquitecto ejercería violencia laboral sobre su compañera y después pareja, Lily Reich, al relegarle a ella los trabajos administrativos que a él le correspondían como director de la Bauhaus. Ya en una etapa de madurez, mantuvo hasta la muerte una relación con Lora Marx, la cual fue anormal a causa del alcoholismo de Mies así como por el hecho de que nunca compartieron casa.[1]
Un segundo incentivo por el cual se antoja separar a Mies como persona de su carrera como arquitecto es por razón de que, desde la perspectiva de una moral tradicional, las decisiones políticas que tomó en su vida profesional son también problemáticas. En 1933, tras la clausura definitiva de la Bauhaus por parte del gobierno Nazi, Mies fue el único miembro de la escuela en firmar un compromiso patriótico de intelectuales a favor del partido. Posteriormente, el régimen le encargó diseñar un par de proyectos que nunca se materializaron, ya que la administración Nazi consideraba incompatible a la arquitectura moderna de la cual él era un representante, con el espíritu alemán. El régimen Nazi prefería alegorizar dicho espíritu a través de la arquitectura monumental y de corte neoclásico, un estilo arquitectónico para entonces ya superado, tal vez anacrónico. Tras esto, en 1937 Mies emigró a Estados Unidos solo, es decir, sin su esposa Ada Bruhn, sin sus hijas, y sin Lily Reich.
Durante su estancia en el poder, el gobierno Nazi no construyó ningún proyecto de Mies, aunque en 1935 sí destruyó uno: el monumento a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. Este monumento fue proyectado por Mies y construido en 1926 para recordar la memoria de aquellos dos representantes de la fallida revolución comunista de noviembre de 1918 en Alemania. ¿Cómo es posible que de la misma pluma del arquitecto que proyecta un monumento comunista, surja también el diseño para el edificio Seagram: una torre de oficinas de 38 pisos en Nueva York, emblemático del alto capitalismo fordista? Esta instancia de ironía podría parecer una paradoja, ¿quien puede cambiar de bando político tan radical o hasta cínicamente? ¿Acaso Mies era un hipócrita? Mies no era un cínico, mucho menos un hipócrita, aunque así parezca. Todo lo contrario, era verdaderamente consecuente con su única ideología: la arquitectura.
A pesar de haber colaborado con el nazismo, con el comunismo y con el capitalismo, Mies no fue simpatizante político de ningún régimen totalitario. La postura apolítica de Mies ha sido interpretada por la historiografía arquitectónica como lo que Manfredo Tafuri llama el silencio miesiano. Es decir, se admite que el arquitecto no sostuvo ideología política alguna, sin embargo, esto no es lo mismo a decir que no tuvo conciencia política. La enunciación de una posible crítica hacía la complicidad de Mies suena algo así: no existe una postura apolítica; si es que uno puede darse el lujo de asumirse apolítico es por motivo de que cuenta con la fortuna de estar del lado beneficiado del poder y, por lo tanto, a esto se le llama justamente complicidad. Si uno quisiera hacerle a Mies tal crítica, deberá hacerlo partiendo de una moral tradicional; una moral que ve con cierto desprecio el hecho de que todos necesariamente buscamos estar del lado beneficiado del poder; habrá que leer aquí “poder” sin la necesidad de atribuirle valor moral alguno, es decir, “poder” no como ideología o política, ni como forma de dominación, sino como voluntad. Claro está que Mies, con tal de entregarse plenamente a la arquitectura, tuvo que renunciar a la moral tradicional que le representaba más bien una traba. Al hacer esto, el arquitecto estaba performando su versión de la superación moral del hombre, o mejor dicho con un tenor filosófico: personificando un superhombre.
Desde unos años antes de salir de Alemania, y posteriormente en Estados Unidos, Mies mantuvo exhibido en la pared de su estudio un plano de su autoría; la planta arquitectónica de una vivienda que no le encargó ningún cliente y que no fue diseñada para construirse, un proyecto conocido como la casa con tres patios. Dicha casa con tres patios, propone Iñaki Ábalos, fue una exploración lúdica en la cual Mies contempló cómo sería una morada que albergará un superhombre.[2] Independientemente de la veracidad de la atenta interpretación que hace Ábalos, sí es cierto que Mies conocía a profundidad las postulaciones del filósofo alemán Friedrich Nietzsche, aquel que elaboró el concepto de superhombre y que anunció la muerte de Dios, es decir, la crisis de la metafísica bajo la cual está subsumida la moral.
Independientemente del hecho de haber estado familiarizado con los aforismos fulminantes de Nietzsche, la práctica arquitectónica de Mies van der Rohe tiene un sustrato filosófico (“Sólo a través del conocimiento filosófico se revela el orden correcto de nuestras tareas y a su través el valor y dignidad de nuestra existencia”, expresó Mies en 1927). Su vida y su obra son inseparables porque juntas conforman un esfuerzo por construir, literal y figurativamente, una nueva metafísica: por un lado, concebía la técnica moderna como un medio para la belleza racional; racionalismo entendido así por la tradición del idealismo alemán, puesto en marcha por Kant y continuado por Hegel.[3] Por el otro lado, estructuró su vida personal y su vida política en torno a una entrega total a su práctica, en vez de estructurarlas conforme a la moral moderna. Por tal motivo, no se permitía tiempo dedicado la familia, a la militancia política o —con excepción de sus tres necesidades: los martini estilo gibson, los habanos marca Montecristo y la ropa más exclusiva— a los desvíos insustanciales.
Resulta evidente que Mies era un esteta, un purista ambicioso y a veces un infeliz, pero ¿acaso todo esto lo exenta de poder ser cuestionado éticamente? ¿Lo exime de ser enjuiciado por haber colaborado con gobiernos cuyas ideologías fueron atroces, o de haber sido vil en sus relaciones afectivas? Desde luego que no, así como este texto tampoco busca articular apologías de sus complicidades. No obstante, más allá de las valoraciones morales, hay un espectro de matices que se revelan al momento de comprender mejor la relación de Mies con el concepto nietzscheano de superhombre, ya que para comprenderlo realmente, hay que hablar otro lenguaje.
Las anécdotas que he anotado sobre la vida personal y profesional de Mies sirven para ejemplificar la forma en la cual él actuó en distintas instancias en concordancia con lo que él consideraba ser un superhombre; digo que “actuó como”, y no “fue”, porque no se puede ser superhombre más que en algunas ocasiones, y cada día llega junto con la aurora una nueva oportunidad de personificar a este personaje; de superar los juicios valorativos, morales y epistemológicos. Es decir, el superhombre no es un concepto metafísico que esté en algún allá arriba y al cual solo podamos aspirar a ser algún día. Todo lo contrario, el superhombre está en el cuerpo y en la voluntad que le corresponde; está por debajo, encubierto bajo la ideología política, la moral y otras convenciones o acuerdos sociales; ¿que son los acuerdos sociales sino todo aquello que no se acuerda y que seguimos por la inercia de otra voluntad se impone sobre la nuestra?[4] Puede haber tantos superhombres como hay voluntades. Mies se dedicó plenamente a su arquitectura y al hacerlo ejercía su voluntad, a pesar de la moral moderna que le exige al hombre – y de forma distinta aunque con la misma intensidad a la mujer – comprometerse con una familia, un país, una ideología y todas sus implicaciones. Al volverse apolítico en un momento histórico tan político, Mies desafiaba tajantemente a la moral de su tiempo, que demandaba de cada ciudadano adoptar categóricamente una perspectiva ideológica. La razón por la cual el arquitecto fue capaz de prestarle sus servicios a distintas facciones políticas con diferencias irreconciliables entre ellas, fue porque él no le prestaba a éstas sus servicios, sino al contrario, Mies se sirvió de los recursos que estaban a su alcance para llevar a cabo la construcción de su arquitectura. Actuar como superhombre implica hacer uso de todos los recursos que uno tiene a su disposición, la arquitectura y la ideología política son dos de ellos. Mies veía a la ideología política como un medio, y no como un fin. ¿Un medio para qué? Para construir, entre muchas otras cosas, toda arquitectura posible, a la vez que él no concebía ideología política alguna que estuviera por encima de sus pretensiones. ¿El fin justifica los medios? El arquitecto sabía que querer un fin es necesariamente querer los medios.
Los arquitectos son conocidos por caprichosos. Entre los caprichosos, Mies ha sido de los más grandes por virtud de sus ambiciosas pretensiones así como por su dedicación obsesiva. El capricho no es sino una manifestación directa de la voluntad, es decir, todos actuamos de forma caprichosa. Tras todo esto, la pregunta original se revela ya no tanto como “¿se puede separar al autor de su obra?”, sino, ¿podemos separarnos nosotros mismos del capricho por querer juzgar moralmente cómo el autor obra? Aprender de Mies, hombre superado, implica saber responder esta pregunta: si podemos, pero solo cuando así lo deseamos.
Notas
1.Anatxu Zabalbeascoa y Javier Rodríguez. (1998). Ludwig Mies Van der Rohe (1986-1969). More or less. En Vidas construidas. pp. 183-195. Barcelona: Gustavo Gili.
2. Iñaki Abalos. (2000). La casa de Zaratustra en La buena vida. Visita guiada a las casa de la modernidad, pp. 13-35. Barcelona: Gustavo Gili
3. Giulio Carlo Argan. (1998). El arte moderno. Del iluminismo a los movimientos contemporáneos. pp. 359-363. Madrid: Akal.
4. Friedrich Nietzsche. (ed. 2016) Así habló Zaratustra. Madrid: Alianza editorial.
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