Veinticinco años, en efecto (Guggenheim)
El museo Guggenheim fue importante para la ciudad, ayudando a poner cara al proceso de restructuración a un nivel territorial [...]
No es la primera vez que cuento esta anécdota, e intuyo que no será la última, ya que cada vez que vuelvo a ella resulta de mayor actualidad, y descubro en ella matices y detalles que refuerzan su clarividente capacidad de síntesis de la realidad. Y así, como un Pierre Menard cualquiera, vuelvo a ella y la reescribo de vez en cuando.
Todo ocurrió en un multitudinario congreso menos digno de Borges que tuvo lugar hace ya algo más de una década, y en el que una ciudad, perenne candidata olímpica, presentaba sus adquisiciones arquitectónicas, para júbilo de los asistentes. El monumental evento era menos un foro de debate que un enorme espectáculo en el que el who’s who de la arquitectura internacional (el término “starchitecture” aún no era de uso común) eran recibidos como auténticas estrellas del rock, jaleados por un público entregado. Y así, Álvaro Siza, Jean Nouvel, Thom Mayne, David Chipperfield, Wiel Arets, una tercera parte de MVRDV, Dominique Perrault y su foulard, y tantos otros, fueron desfilando ante un aforo formado mayoritariamente por estudiantes y jóvenes profesionales que aplaudían, reían sus gracias, se sacaban fotos con ellos y les pedían autógrafos. Sutil, todo muy sutil.
Este ambiente de celebración, idolatría y hormona arquitectónica se mantuvo los varios días que duró el evento: Las conferencias y los panegíricos se sucedían una tras otro, y las mesas redondas se convertían en cortas sesiones de palmadas en la espalda; cortas porque en realidad, llegaba un momento en que los organizadores habían acabado su repertorio de elogios, y ya no sabían qué más decir. Los invitados tampoco: ellos habían ido allí a que se les hiciera la pelota. Por eso, la tarde del último día, tras tres días de fastos del mismo signo, nadie se esperaba que tuviera lugar una inesperadamente afortunada y ácida intervención. La última sesión se cerraba, como todas, con una mesa redonda en la que los ponentes de la tarde eran complacientemente interrogados (‘agasajados’ sería seguramente una descripción más fiel) por el moderador. Y fue en medio de tanto masaje y tanta lisonja cuando una voz desde el graderío dijo a través del micrófono “Mi pregunta va dirigida al señor Cobb…” Y pocos segundos después, las sonrisas y los bostezos se helaron en máscaras de incredulidad.
Cobb, Henry Cobb, miembro fundador de Pei, Cobb, Freed & Partners insigne representante, junto con su socio, de la más exitosa generación del Harvard GSD, así como de ‘corporate modernism’, había presentado un rascacielos ni mejor ni peor que otros; un diseño recibido con adormecida impasibilidad por un público que tampoco esperaba más, y presentado con la tranquilidad de quien se sabe libre de ataques. A fin de cuentas, ¿quién iba a ser tan mezquino de amargarle el disfrute de su senectud arquitectónica a un venerable anciano como el bueno de Cobb? ¿Quién? Pues nuestro amigo el de la pregunta, cuyo discurso fue rematado a través del micrófono con un “… Y al señor Cobb, lo mejor que le puedo decir es que su edificio es una hamburguesa arquitectónica, que lo mismo podría estar aquí que en Hong Kong, o en Nueva York.” La gente rió risas nerviosas, entre divertidas y espeluznadas, mientras Henry Cobb, que no salía de su asombro, declinó contestar, y el moderador decidió escapar de la situación dando zanjado el asunto y cambiando de tema.
El caso es que, mientras me revolvía en mi asiento, disfrutando del delicioso contraste entre lo incómodo de la situación -Cobb se veía como si alguien lo hubiese abofeteado- y la excitación de que por fin alguien acabara con aquel festival de autocomplacencia, también sentí que había asistido a una revelación: “Hamburguesa arquitectónica”. El término, a buen seguro, no había sido acuñado por aquel terrorista verbal, asesino de las buenas maneras, pero viniera de donde viniese, había llegado a mi vida para quedarse. A partir de aquel momento, comencé a ver la realidad de otro modo, encontrándome con hamburguesas arquitectónicas con cada vez mayor frecuencia. La primera vez que recuerdo fue al visitar el recientemente terminado centro comercial construido por Robert A.M. Stern en Bilbao, que venía a marcar el sendero que seguiría la renovación del área tras el éxito del Guggenheim. Y poco a poco, con el avance hacia el milenio, y la internacionalización del estrellato arquitectónico patrocinada por el epónimo efecto, pude ver cómo la dieta Ronald McDonald se apoderaba de la realidad.
En 1994, Rem Koolhaas se preguntaba qué pasaría si estuviéramos siendo testigos de un movimiento de liberación global: ‘abajo con el carácter’. La emergencia de la starchitecture, gracias al boom económico y el redescubrimiento de la capacidad de la arquitectura como elemento de marketing han venido a corroborar esto, propugnando una liberación, sí: de cualquier responsabilidad con respecto al contexto. Si la torre del pobre Cobb podría estar tanto aquí como en Hong Kong, lo cierto es que el renovado Beijing podría estar -y está- en Quatar, o en Dubai, como el propio Rem subrayaba en su collage de megaarquitecturas situadas en medio del desierto de los UAE. La última vez que miré, Hong Kong se estaba instalando en el centro de Londres. Y es que son indistinguibles; auténticas ciudades McMenu compuestas por “delicias culinarias” arquitectónicas, “tasty bits” dispuestos sin solución de continuidad por unos arquitectos obsesionados con diseñar el edificio del signo (de esta semana), y unos políticos que ven la arquitectura reducida a sus elementos más folclóricos.
Contaba William Gibson, padrino del cyberpunk, que en su primera visita a Japón su joven guía exclamó cuando se acercaban en barco a Shibuya: “You see? You see? It is Blade Runner town”. Sin embargo, el oriente que nos encontramos en las cercanías del 2019 dista mucho del excitante diseñado por Ridley Scott. Si acaso, el emergente gigante asiático recuerda más a una Las Vegas hipervitaminada, una sucesión de arquitecturas feriales, de “climaxes” sin tejido que los sostenga. El texto de Koolhaas, La ciudad genérica, había aparecido dos años después en SMLXL. La ciudad genérica actual, la de verdad, ha sido polarizada hacia sus extremos: el XL de las grandes actuaciones encargadas a las vedettes, y el XS de las microintervenciones en el espacio público de todos los demás; un estomagante menú Supersized que hace de la ciudad cada vez menos un paisaje urbano y más un parque temático de la arquitectura. ¿‘Port Arquitectura’, quizás? ‘Arquitectura Mítica’, tal vez. Ni John Soane habría podido desayunárselas todas en su Breakfast Parlour. En su texto, Koolhaas señalaba que en la ciudad genérica hay edificios interesantes y aburridos. La realidad, sin embargo, ha probado lo contrario: que en un contexto en que cada edificio está en permanente lucha por atraer la atención sobre sí mismo, todo pierde interés.
En otro lugar escribía -yo, no Koolhaas- que una de las consecuencias de la globalización ha sido la transformación del mundo en un lugar más pequeño por menos interesante; un mundo en el que viajar comienza a resultar redundante. ¿La ciudad habla? La ciudad, la anterior, o la de la pequeña escala, aún habla -si la escuchas. Pero, ¿y La Ciudad? ¿Habla? Los arquitectos no callan, es cierto, pero da la sensación de que este nuevo paisaje no tiene nada que decir. Parapetado tras mi posición de cínico apocalíptico, podría aludir a los diferentes efectos -todos ellos nocivos- que esta burguerización de la realidad urbana trae consigo. Pero más allá de cualquier otro, lo peor, lo que resulta imperdonable, es que resulta mortalmente aburrido.*
* Este texto es una hamburguesa dialéctica, y como tal el autor no se hace responsable de que ideas, anécdotas e incluso argucias dialécticas hayan sido utilizadas con anterioridad por él mismo en otros textos.
El museo Guggenheim fue importante para la ciudad, ayudando a poner cara al proceso de restructuración a un nivel territorial [...]
Noviembre de 2019 ya está aquí, y la realidad al otro lado de mi ventana es igual de ominosa que [...]