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Columnas

Matar el tiempo

Matar el tiempo

10 julio, 2017
por Pedro Hernández Martínez | Twitter: laperiferia | Instagram: laperiferia

 

El tiempo está fuera de quicio
¡Maldita suerte que haya nacido yo para ajustarlo!
— Hamlet, William Shakespeare

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La durée poignardée es una pintura de René Magritte que ofrece un paisaje surrealista en el que una locomotora se cruza con un reloj en el salón de una casa burguesa. Ambos elementos, locomotora y reloj, fueron importantes y decisivos dispositivos de la modernidad; ayudaron a expandir un nuevo ritmo sobre el mundo. La locomotora —la máquina de vapor— trajo consigo la confianza en el progreso a todos los puntos del globo e hizo necesario el establecimiento de un Tiempo Universal Coordinado que permitió sincronizar al planeta bajo una única medida de tiempo. A su vez, supuso también el anuncio de la aceleración del mundo. A partir de ahí, matar al tiempo, ir lo más rápido de un lugar a otro, se convertirá en la única prioridad de los nuevos prodigios técnicos, hasta llegar a la instantaneidad ofrecida por internet y nuestros dispositivos móviles interconectados.

La durée poignardée es también el punto de partida del reciente ensayo de Graciela Speranza, Cronografías (Editorial Anagrama, 2017). Un texto que sirve para pensar el concepto de tiempo en la actualidad a través de un devenir a-histórico por los territorios del arte y de la literatura, que se entrecruzan para ofrecer un panorama diverso de distintas formas en las que pensar, discutir o revelarse contra una temporalidad que, como reza el subtítulo del libro, nos ahoga. Frente a esta imagen de un tiempo aplastante y siempre en fuga, que avanza hacia un progreso que nunca tiene límite, la autora utiliza la obra del joven artista argentino Adrián Villar-Rojas como una especie de contrapeso, como un punto final a la aceleración. En Today We Reboot the Planet, Villar-Rojas presenta un conjunto de esculturas realizadas en arcilla cruda, cemento y adobe —un material que se resquebraja poco después de darle forma— que recrean, entre otras cosas, objetos banales de nuestra sociedad consumista, como un iPod, una tableta o un par de zapatillas. Apoyados en su frágil materialidad, dichos objetos sirven para hacer consciencia del carácter efímero del tiempo que vivimos: son elementos que no aspiran ni siquiera a convertirse en ruina; son los escombros de nuestra propia civilización, marcada por una visión que aún cree que puede explotar los recursos del planeta sin atender a las consecuencias sobre la vida futura. Las inundaciones, sequías, extinciones, o el muchas veces negado cambio climático, son hechos que ponen el relieve cómo la humanidad ha afectado a la geología misma del planeta, hasta configurar una fase nueva: el antropoceno. Nuestra enorme huella ambiental –consumimos más rápidamente el planeta de lo que tarda el regenerarse– nos aboca a dirigirnos de forma irremediable a nuestro propio final.

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Asistimos, pues, al fin del mundo. El acceso futuro aparece bloqueado y negado. Sin un ‘después’, el ‘ahora’ se ha convertido en un imperio que se impone tiránico sobre nosotros. Afectado por el modelo capitalista, el presente se ha hecho extensivo hasta alterar todos y cada uno de los aspectos de nuestra cotidianidad. El tiempo que conocíamos se ha desajustado: pasado, presente y futuro se confunden; noche y día, trabajo y ocio, se entremezclan sin marcar límites claros entre uno y otro. El tiempo, nos recuerda Hamlet, está fuera de quicio. Y con la historia desarticulada, nos enfrentamos al abismo de una locura provocada por el desajuste de la dimensión temporal: ¿a qué podemos atarnos para saber dónde estamos? Sólo el pasado, manifestado como una nostalgia consumista, parece rescatarnos y nos permite crear algún tipo de memoria, sabernos parte de una historia compartida, aunque sea de forma fugaz. La cantidad de remakes y refritos que pueblan muchas de las muestras culturales contemporáneas, en especial las del cine y la televisión, son un reflejo de tal síntoma. Pero, a diferencia de estos reboots, el que propone Villar-Rojas no es la recreación actualizada de una historia de nuestra infancia o de un pasado cercano que ya conocemos, sino del mundo mismo. El argentino nos advierte que antes que llegue el final de todo debemos de empezar de nuevo, construir un nuevo comienzo: es necesario reformular la forma en la que percibimos el tiempo.

La vida apresurada e instantánea redefine la experiencia de lo real. El resultado posible de este ritmo feroz es un despreocupado goce hedonista del momento que no permite establecer lazos con las personas o las cosas, que son desechadas antes incluso de haber sido gastadas: un aislamiento en una individualidad cargada de selfies, menciones y comentarios que no sólo niegan la acción, sino que bloquean de forma absoluta la empatía y la experiencia real con el otro.

Ante la extinción del mundo y de la humanidad, ante la perdida de la confianza en el progreso, ante la muerte misma, ante el fin del tiempo y, en espacial, ante la perdida de lazos afectivos y de confianza, los cuerpos siguen pegados a las pantallas en busca de likes sin atender a cómo los modelos de producción y explotación traen la muerte y la destrucción del territorio consigo.

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Así, el problema de pensar el tiempo pasa también por enfrentarse al problema de la muerte. Como afirma Marina Garcés en La condición póstuma —incluido en Futuros (Arquine, 2017)— , el siglo XX, además del siglo de la aceleración del mundo, fue el siglo de una muerte histórica —donde la razón técnica se transformó en un horror visible desde los campos de exterminio hasta la bomba atómica— ; una muerte que nunca fue atendida en la posmodernidad —que centró su dialéctica en la pasmosa celebración del simulacro con sus arquitecturas kitsch y eclécticas— y que ahora vuelve a nosotros como si se tratara de un zombi: ni muerto, ni vivo, ni enterrado. ¿Qué se puede hacer desde el arte para realmente cambiar las cosas?, ¿cómo enfrentar esta catástrofe ante la que nos situamos?, ¿cómo construir lenguajes que permitan pensar e imaginar otros tiempos?

Al final de la Segunda Guerra Mundial, Adorno anuncia el final de la poesía. La violencia de la guerra hace imposible volver a decir, la humanidad debía quedarse muda: el lenguaje había sido roto y destruido en mil pedazos con los no quedaba posibilidad alguna de enunciar el mundo. Por supuesto, la poesía no se extinguió en Auschwitz, como quiso ver el alemán, e incluso muchos de los testigos vertieron —sobre papel u otros formatos— expresiones de su propia experiencia. No era que la poesía no pudiera ser enunciada, sino que había que llevarla a otro estado, recuperarla de sus escombros y darle otro significado.

Esta poesía, como nos dice Garcés, citando a su vez a Günther Anders, no es el verso ni un género literario: es un lenguaje. Un lenguaje que puede ser verbal o no, puede ser la palabra o, como propone Speranza, puede expandirse en el campo del arte. Frente a la aceleración, este libro —lleno de saltos, contradirecciones, paradojas, ralentizaciones, negaciones, aburrimientos o devenires temporales— supone una breve pausa sobre la que abrir un nuevo campo semántico desde el que pensar relaciones no establecidas a priori. Si la experiencia del arte es siempre una experiencia compartida entre la obra, el contexto y quienes la experimentan, la autora argentina propone una constelación en forma de montaje de piezas, trabajos, proyectos y textos que a través de su propio diálogo no sólo proponen nuevas formulaciones y cronologías, sino que revelan historias alternativas y proponen nuevos sentidos de un tiempo en común. Quizá esto sea exigirle mucho al texto, pero es necesario arrojar luz a lo inhóspito del mundo en el que nos ha tocado vivir, reinventar de nuevo la poesía —o el lenguaje o el arte— antes de que la muerte y la violencia generen una completa erosión de la experiencia que nos impone la dictadura del tiempo sin tiempo.

 

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