Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
21 noviembre, 2015
por Juan Palomar Verea
Publicado originalmente en El Informador
Existen muletillas coloquiales o periodísticas que terminan por resultar cómodas. Pero, como todas las muletas, sustituyen a una parte del organismo que debiera actuar sin ellas: en este caso el lenguaje, la inteligencia, la propiedad en la designación de ideas y conceptos.
Una de esas muletillas, muy socorrida desde hace algún tiempo, es la del “caos”. Es una palabra sonora y contundente, apropiada para llamar la atención…y para confundir las cosas. “En el principio era el caos”, rezan las leyendas de la antigua Grecia: un magma de confusión y nada del que fueron emergiendo los primeros dioses.
La Real Academia de la Lengua define, en primer lugar, a este concepto como “Estado amorfo e indefinido que se supone anterior a la ordenación del cosmos.” Como se puede comprobar, este significado de una de las palabras-muletilla que se han vuelto de uso corriente en ciertos contextos poco tiene que ver con su utilización abusiva en el ámbito de la ciudad.
Lo anterior pareciera no revestir de mayor importancia si no fuera porque el lenguaje, irremediablemente, nos condiciona. No es casual que en diversas construcciones de mundos distópicos (exactamente los opuestos a lo deseable) el lenguaje es lo primero que se corrompe y manipula por las fuerzas del mal para lograr sus objetivos de dominación. Baste recordar al 1984 de George Orwell. El lenguaje, al nombrar, establece un orden. Y al nombrar distorsionadamente, lo descompone. Y la ciudad, entre otras cosas, es un lenguaje.
Titulares de prensa y locuciones radiales o televisivas, comunicaciones cibernéticas y verbales nombran con frecuencia al “caos”. Pero, casi en todos los casos esta invocación se utiliza para describir un simple amontonamiento de coches pitando en una esquina, o los más que conocidos y esperables carriles automotores estancados en medio del tráfico exacerbado. O un centro comercial pletórico, una banqueta sobrepoblada, una fiesta sobre animada, una cabeza hecha bolas. Podrá ser aglomeración, embotellamiento, apretujadero, relajo, atarantamiento: el caos es otra cosa, afortunadamente.
El orden requiere de una estructura que le dé sentido y sostén. Sin un mínimo orden y estructura las ciudades se disuelven en la confusión, la incomprensibilidad, la incomunicación. Es el orden el que permite la libertad, el que le da sustento. Decir de tantas maneras que vivimos en una ciudad “caótica” es, simplemente, una hipérbole dañina. Una exageración más o menos gratuita que nubla la comprensión y deprime los ánimos. Ante el caos –el de a de veras- no hay mayor cosa que hacer. Y la resignación y el desánimo son el veneno más potente para una comunidad, para una ciudad. El lenguaje bien usado construye y alienta. Su abuso y tergiversación, en cambio, son altamente perjudiciales. Para la gente, para las ciudades.
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