La casona y la semilla
La casona Hace mucho que no escuchaba hablar de Francesca Gargallo (1956-2022). Recordaba con vaguedad la vez que vino a [...]
16 mayo, 2023
por Alfonso Fierro
Mi primera vez en Luvina fue por accidente. Había ido a conocer las Torres del Parque, los famosos multifamiliares que Rogelio Salmona construyó entre la antigua plaza de toros y la Macarena, un barrio empinado al oriente de la ciudad que se ha ido gentrificando poco a poco. Frente a las Torres, tras una cortina de lluvia que azotaba furiosamente la Carrera 5, estaba Luvina. Tanto el café como la librería los atendía un señor ya grande, si no mal recuerdo con el pelo largo y canoso amarrado en una cola. El señor daba vueltas por las mesas, desperdigadas entre estantes y columnas de libros. Conversaba y reía con la clientela, que en su mayoría parecía ser regular, conocida. Por lo menos ese era el trato que el señor le daba.
Volví un tiempo después a Luvina y ahí estaba todavía el señor, que se acercó a nuestra mesa. Conocía todas las editoriales independientes locales y me mostró un par de libros de un escritor de la primera mitad del siglo XX, José Antonio Osorio Lizarazo. Uno era la ya mítica novela de ciencia ficción Barranquilla 2132. El otro, publicado por Laguna Libros, era su primera novela, titulada La casa de vecindad (1930). Esa tarde salí de Luvina con ambos. Un tiempo después, me enteré en redes que la librería había cerrado sus puertas.
Curiosamente, La casa de vecindad es el diario de un tipógrafo cincuentón desempleado. A causa de la introducción de los linotipos en los años 20, su oficio de toda la vida ha desaparecido. Encima, los precios de esa Bogotá en plena modernización se han disparado, en especial la renta. “¡Pero qué precios!” recalca el hombre “¡Es imposible vivir”. Orillado, no le queda más que alquilar un cuarto en una vecindad en el barrio de Los Mártires. Odia la vecindad, sus chismes, sus pleitos, su alcoholismo, las condiciones de vida que se soportan ahí en general. Dice en repetidas ocasiones que la vecindad está maldita, condenada. Y si, en las primeras páginas, él confía en que aquel descenso al inframundo bogotano no es sino una escala temporal, un accidente, conforme pasa el tiempo el hombre comienza a sospechar que la maldición de la vecindad ya se ha posado sobre él también.
El hombre vuelve a su diario –esas páginas que nosotros leemos– en busca de un refugio, un espacio donde exteriorizar la frustración y encontrar una suerte de compañía. Porque, sobre todas las cosas, el tipógrafo se siente solo, abandonado, escupido por un mundo que ya no lo quiere ni lo reconoce. El problema es que el diario, al cual acude como un escape de la realidad, es en realidad un laberinto donde nuestro tipógrafo se va perdiendo, enredado en su propia narrativa de lo que está pasando. Por momentos, la escritura le revela una salida a su soledad, como cuando se le aparece fugazmente la idea del socialismo, que él mismo rápidamente descarta. En su lugar, el hombre se obsesiona por cuidar a su joven vecina, una madre soltera que no quiere sus atenciones: “¿Y quién me dice a mí que usted no es igual a los demás hombres y que al fin procurará cobrarme, como todos, estos servicios de apariencia desinteresada? ¡Todos son iguales! ¡Todos son iguales, señor! Y no quiero ir rodando de uno a otro”. Pero él insiste en que sus intenciones son “puras,” las de un padre cuidador. Nunca reconoce su violencia o su egoísmo.
La novela de Lizarazo se trata de la caída de un hombre maduro en las grietas de una Bogotá que, de pronto, se ha vuelto irreconocible. Una ciudad que ha perdido sus espacios de siempre, sus formas, en las que ya nadie se sabe tu nombre o tu historia y en la que conviven cotidianamente las más diversas realidades. En suma, una ciudad moderna. Para nuestro tipógrafo, demasiado maduro como para ajustar, estos cambios se viven con un profundo desentendimiento y una paralizante confusión. Poco a poco, el hombre va descendiendo a los submundos que la nueva dinámica ha fabricado por toda la ciudad, a la par de sus nuevos y relucientes edificios: vecindades, callejones, prostíbulos, casas de empeño… El diario se convierte, de pronto, en la única posibilidad de dejar rastro de este proceso de lenta y exasperante desintegración.
No podía no pensar en Luvina. No podía no pensar que cerró, que el señor se fue, con su canosa cola de caballo y su pesada memoria de librero curtido, a quién sabe qué desconocidas partes de esa ciudad “incoherente y fatal”, en palabras del tipógrafo. ¿Era una casualidad o por qué el señor me había colocado aquel libro en las manos? Por fortuna el espacio se volvió otra librería, pero aun así duele que Luvina no exista más y que no quede mucho rastro, como tantos otros espacios que, tercos en su resistencia durante años, un día ya no aparecen en esa esquina en donde deberían estar.
La casona Hace mucho que no escuchaba hablar de Francesca Gargallo (1956-2022). Recordaba con vaguedad la vez que vino a [...]
Me tardé demasiado en leer Que viva la música (1977), la legendaria novela del escritor caleño Andrés Caicedo. En los [...]