José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
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15 junio, 2018
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
Proyectos Monclova inauguró el 26 de mayo de 2018 Las propiedades de la luz (de adentro hacia fuera) del escultor Fred Sanback (1943-2003). El montaje de la exposición, podría decirse, abordó dos arquitecturas: la de la galería y la de Luis Barragán. En el espacio inferior de la bodega se pintaron muros con los colores característicos de la obra del tapatío (azul, amarillo y rosa), mismos que dialogan con las intervenciones minimalistas de Sandback. El ejercicio curatorial concluye, reproduciéndolo a menor escala, un proyecto que el Sandback State propuso en 2016 para una serie de instalaciones temporales sobre cuatro edificios de Barragán: la casa del arquitecto, la Casa Antonio Gálvez, la Cuadra San Cristóbal y la Casa Gilardi. Estas instalaciones fueron registradas por Moritz Bernoully y publicadas en una edición conjunta entre Proyectos Monclova y Hatje Cantz, con el mismo título de la exposición. Pareciera redundancia, pero el libro permite “lecturas” en torno a las aproximaciones artísticas que han tenido los edificios de Barragán, primordialmente su casa en la calle General Francisco Ramírez; lecturas que podrían esbozar una posible explicación de por qué es tan curioso que esta arquitectura sea un catalizador para cierta práctica escultórica o para un programa cultural.
Con textos de Federica Zanco y Daniel Garza Usabiaga, y una conversación entre los que cuidaron llevar a buen término la colocación de los estambres de Sandback sobre sitios específicos, el libro discute la forma que adquieren arquitectura y escultura cuando son puestas en el mismo plano. Las piezas de Sandback inciden de una manera casi invisible sobre el muro: operan sobre el plano y no sobre el color, o bien, sobre el trazo que puedan seguir las líneas, como sucedería con un Alexander Calder. El programa de Sandback busca abstraer el límite físico del muro o del suelo. Federica Zanco lo explica de la siguiente manera: “La ligereza de Sandback nos hace entrar, como Alicia atravesando su espejo, en una realidad paralela, no opuesta sino complementaria a la de los espesos muros y las atmosféricas penumbras (y luces) de Barragán. Las discretas intervenciones del artista, aunque parecen tan sosegadas, delicadas y frágiles, ponen en duda con mucha fuerza nuestra noción de aquí y allá, de adentro y afuera, de interior y exterior, de espacio tridimensional y superficie bidimensional, de volúmenes, líneas y puntos. En otras palabras, cuestionan nuestra noción del límite”. Por otro lado, Daniel Garza Usabiaga revisa, en un esclarecedor ensayo, las nociones que Barragán tuvo respecto a la escultura. El arquitecto siempre buscó que la escultura tuviera una solución propiamente arquitectónica en sus proyectos; es decir, que las piezas no fueran una presencia meramente ornamental. Estas aproximaciones iniciaron con el Parque Revolución, cuyo proyecto incluyó “unas bancas circulares en concreto que cuentan con una especie de sombrilla que provee de sombra a quien las utiliza. Sin escatimar en la función, este elemento de mobiliario urbano presenta, por primera vez, cierto carácter escultórico”. Más adelante del mismo texto, se mencionan las afinidades que Barragán sentía por la obra de Giorgio de Chirico, cuyos paisajes siempre mantuvieron al edificio y a la escultura en una cercanía constante, así como por la obra de Ferdinand Bac, diseñador de jardines francés. Estas inquietudes estéticas fueron apareciendo en proyecciones subsecuentes, como en Jardines del Pedregal, fraccionamiento levantado en un paisaje rocoso cuyas formaciones tuvieron, para Barragán, un carácter escultórico. Garza Usabiaga lo cuenta: “Las formaciones de roca volcánica, más que cualquier escultura, dotarían a este proyecto de la apariencia atemporal que el arquitecto buscaba para sus proyectos. En el reglamento de construcción del fraccionamiento también especificó que el terreno original debería ser conservado en la medida de lo posible. Con respecto al diseño de los jardines comunes, Barragán concibió varias fuentes y utilizó elementos vegetales, como ramas y árboles secos, a manera de esculturas, incluso refiriéndose a estos con algunos títulos (como La bailarina). A través de las rocas volcánicas, Barragán logró articular un diseño de paisaje muy cercano a una sensibilidad surrealista, aunque bajo una solución totalmente moderna”. Las especulaciones de Barragán en torno a la escultura continuarían a partir de sus colaboraciones con Mathias Goeritz, que culminaría en las conocidas Torres de Satélite, conjunto que se opondría con una contundencia abstracta y monumental al arte público hegemónico (el muralismo). Este temperamento no figurativo continuaría en obras como el Faro del Comercio en Monterrey.
Las fotografías de Moritz Bernoully encuadran con precisión el efecto de las instalaciones: los estambres forman parte de los espacios aunque, de manera mínima, los modifican sin subvertirlos. Y esta invisibilidad no es meramente estética. Al principio del libro, se lee una suerte de advertencia al lector: “Conscientes de la importancia de preservar la integridad arquitectónica de los edificios, los responsables del proyecto instalaron, fotografiaron y retiraron las esculturas con sumo cuidado para no deteriorar las construcciones”. Lo que pareciera el reporte de un mero tecnicismo, se vuelve más bien ironía. Aún cuando la propia casa del arquitecto haya comenzado a operar como un espacio de exhibición para distintas iniciativas culturales (Estancia FEMSA, Ñú, LIGA, etc.), pareciera que la única relación artística con el espacio tendría que ser invisible, fenomenológica, casi fantasmal. Edgardo Aragón, por ejemplo, expuso una pieza sonora. Ricardo Regazzoni expuso una serie de esculturas que buscaron dialogar con las luces y las sombras de la arquitectura. Andrés Arochi filmó una coreografía de “cuerpos experimentando el espacio”. Ningún programa cultural permanece más que en la intervención sosegada, en la presencia que no deja mácula sobre uno de los museos más caros de la Ciudad de México, a decir de Georgina Cebey. Un programa que realmente se apropiara del patrimonio (y la apropiación no implica un “dejar de preservar” al edificio), tal vez, lo volvería realmente público. ¿O cómo entonces leer un espacio expositivo tan tímido, que aparece en el discurso artístico con tantas restricciones? ¿Los múltiples límites de propiedad serán justificados como una vía creativa para curadores y artistas?
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