Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
28 junio, 2014
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Jose Alfredo Jiménez cantó que las distancias apartan las ciudades y las ciudades destruyen las costumbres. Acaso eso le pasa al nuevo inmigrante que llega de un pequeño pueblo y poco a poco se olvida de saludar a todo el que se encuentra en la calle, se olvida de preguntar y, por tanto, de aprender los nombres de sus vecinos y de aquellos con quienes convive cada día, se olvida incluso de quién es. La nostalgia de la canción de Jose Alfredo repite el argumento que unos doscientos años antes había puesto Jean-Jacques Rousseau en boca de Saint-Preux, héroe de su novela Julia o la nueva Eloísa, publicada en 1761 y citada por Marshal Berman en su libro Todo lo sólido se desvanece en el aire. Tras unos meses de haber llegado del campo a la ciudad, Saint-Preux le escribe Julie: “estoy empezando a sentir la embriaguez en que te sumerge esta vida agitada y tumultuosa. La multitud de objetos que pasa frente a mis ojos me causa vértigo. De todas las cosas que me impresionan, no hay ninguna que cautive mi corazón, aunque todas juntas perturben mis sentidos, haciéndome olvidar quién soy y a quién pertenezco”.
Pero pese a su vida agitada y tumultuosa que, según parece, chocaba tanto a Jose Alfredo como a Juan Jacobo, las ciudades tienen, construyen sus propias costumbres. Por ejemplo, aquella muy arraigada que nos hace suponer que los automóviles deben ser los privilegiados en las calles de la ciudad. En estos días de las clásicas fuertes lluvias que, como cada año, si no lo ha hecho ya, el gobierno de la ciudad pronto calificará como atípicas, he visto e incluso padecido los efectos de esa costumbre, parado con otros peatones en una esquina bajo la lluvia al tiempo que un agente de tránsito, cubierto con su impermeable amarillo chillón, detiene el paso de los autos en una calle pequeña, pese a tener la luz verde, y apresura, entre gestos y silbidos, el de los que circulan por una calle más ancha. El policía y los peatones nos mojamos pacientemente un par de semáforos pues el trabajo del primero, según dicta la costumbre, es hacer que la circulación de coches fluya lo más rápido posible. Y lo dicta la costumbre contra la recién aprobada ley de movilidad de la ciudad de México que coloca en primer lugar en la jerarquía de ocupantes y usuarios de la calle al peatón. Si la ley se hiciera cumplir, en vez de acelerar el paso de los autos para evitar una congestión mayor a la que la lluvia seguramente provocará, el agente de tránsito haría que los peatones que nos mojamos en una esquina pudiéramos atravesar lo antes posible la calle —al menos cuando el semáforo nos lo permite— para no mojarnos.
En su libro Walkable city, Jeff Speck cita al doctor Richard Jackson, epidemiólogo, quien al ver a una mujer de setenta años parada en una esquina de una calle sin banquetas, bajo el sol en un día de intenso calor, escribió: “si esa pobre mujer colapsa por un ataque al corazón, los médicos escribiríamos que la causa de su muerte fue el golpe de calor y no la falta de árboles o el mal transporte público, la mala forma urbana y los efectos de las islas de calor. Si hubiera sido arrollada por un camión que iba de paso diríamos que murió atropellada y no por falta de banquetas y por mala planeación urbana y un liderazgo político errado”. La gripa de algunos peatones que llegaron empapados a sus casas no es tan grave como morir a causa de un ataque cardiaco por golpe de calor o atropellado por un camión, pero su causa tal vez se deba también al entorno urbano y a la costumbre que, en la cabeza del agente de tránsito, en la del conductor, en la del político pero también en la del mismo peatón, privilegia, sobre todo y sobre lo que diga la nueva ley, al automóvil. No sólo hay que cambiar las leyes, hay que trabajar para cambiar las costumbres.
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