Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
2 septiembre, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Hoy, cambiar la vida es cambiar la ciudad. Eso escribió Marc Augé en su Elogio de la bicicleta. Auge, que nació en Poitiers, Francia, el 2 de septiembre de 1935, decidió en algún momento dirigir su mirada de etnógrafo no a culturas lejanas en el espacio o en el tiempo, sino enfocarse en lo que tenía más cerca y le resultaba cotidiano. Etnografía de lo cercano, le llaman. Augé reflexiona sobre la ambigua posición del etnógrafo o del antropólogo que emprende esa tarea. Si uno de los obstáculos de la antropología tradicional es superar el hecho de ver desde afuera lo que sucede adentro, la etnografía de lo cercano se enfrenta con el resto inverso: debe ver lo de adentro como si estuviera afuera. Así, en su elogio a la bicicleta, esa cercanía se vuelve íntima: nadie puede hacer el elogio de la bicicleta, dice, sin hablar de sí mismo, pues “la bici forma parte de la historia de cada uno de nosotros.” Para los franceses, como Augé, está el Tour de France con sus héroes y sus conquistas, pero luego viene, dice, nuestro lado de esas historias.
El primer pedaleo constituye la adquisición de una nueva autonomía, es la escapada, la libertad palpable, el movimiento en la punta de los dedos del pie, cuando la máquina responde al deseo del cuerpo e incluso se le adelanta. En unos pocos segundos el horizonte limitado se libera, el paisajes se mueve. Estoy en otra parte, soy otro y sin embargo soy más yo mismo que nunca; soy ese nuevo yo que descubro.
Las cosas cercanas tienen para nosotros sentidos que dependen de una serie de vivencias nunca del todo personales: la mitología de la bicicleta de la que habla Augé, por ejemplo, antecede a aquella caída cuando mi abuelo me enseñaba a andar en bici dejándome libre en una pendiente que me parecía mortal y hoy resulta ridícula. Pero esas cosas, una vez usadas, vividas, desencadenan inevitablemente esa serie de recuerdos, unos personales y otros compartidos —híbridos siempre, que no hay de otros. La bici es como la magdalena de Proust sin el aroma. Y lo mismo que la bici cada cosa cercana. El metro, por ejemplo. En su libro Un etnólogo en el metro, escribe:
Es ciertamente un privilegio parisiense poder utilizar el plano del metro como un ayuda-memoria, como un desencadenador de recuerdos, espejo de bolsillo en el cual van a reflejarse y a agolparse en un instante las alondras del pasado. Pero semejante convocatoria no siempre es tan deliberada /lujo de intelectual que tiene más tiempo libre que los demás—: basta a veces el azar de un itinerario (de un nombre, de una sensación) para que el viajero distraído descubra repentinamente que su geología interior y la geografía subterránea de la capital se encuentran en ciertos puntos, descubrimiento fulgurante de una coincidencia capaz de desencadenar pequeños sismos íntimos en los sedimentos de la memoria.
Los lugares también son como esas cosas. Los leemos a partir de una mezcla entre la carga cultural y la carga afectiva que tienen, sin poder separar con precisión donde empieza una y termina la otra. Al hablar del lugar antropológico, Augé dice que tiene al menos tres rasgos comunes: construye una identidad, establece relaciones al interior y hacia afuera y, finalmente, es parte de una historia, más que de la Historia. Así como no olvidamos como andar en bicicleta o nos encontramos con nuestros recuerdos en los trayectos mil veces recorridos en el subterráneo, los lugares nos ofrecen posibilidades para que los recordemos entrelazados a nuestros recuerdos. Eso al menos el lugar que califica como antropológico. Puestos así pareciera que los lugares siempre vienen del pasado. Pero los lugares en la modernidad, le suman a aquellos una capa o varias que, dice Augé, no borran las anteriores sino las ponen en segundo plano. Los lugares de la sobremodernidad, como le llama Augé a la época que vivimos, son en cambio, digamos, antiaderentes; son, pues, no lugares. Son la versión pública de esa nueva arquitectura de acero y de vidrio donde es imposible dejar una huella, como Walter Benjamin caracterizaba a la arquitectura moderna —de hecho, sin intención negativa: el habitar burgués, que definía como “seguir las huellas fundadas por la costumbre,” podía convertirse en una condena la repetición indefinida de lo mismo. Pero en los no lugares, la capa que se sobrepone a las preexistentes no las mantiene: las oculta bajo una capa de información pura: entrada, salida, prohibido el acceso. Si los lugares pueden contarse, pues son parte de narrativas diversas, a veces divergentes, los no lugares sólo se miden: metros cuadrados, flujos, kilómetros recorridos o faltantes; también inversión y recuperación. Espacios del anonimato, es el subtítulo del libro que Augé les dedica. Los ejemplifica como espacios de paso, de puro tránsito: aeropuertos, estaciones de trenes, centrales de transferencia. Y también las autopistas que hacen del territorio un lugar de paso. Su lógica, aunque avasalladora, tampoco es absoluta:
En la realidad concreta del mundo de hoy, los lugares y los espacios, los lugares y los no lugares se interpenetran. La posibilidad del no lugar no está nunca ausente de cualquier lugar que sea. El retorno al lugar es el recurso de aquel que frecuenta los no lugares.
Lugares y no lugares se oponen, pero más allá —o más acá— del bien y del mal. No son unos buenos por naturaleza y otros lo contrario. Su relación es compleja y por momentos parece que, en la serie lugar antropológico, lugar moderno, no lugar sobremoderno, son los lugares de la modernidad los que, por algún momento, lograron articular esa diferencia entre lo local y lo genérico, lo individual y la masa, lo estable y lo efímero —de nuevo Baudelaire. Aunque, quién sabe, acaso sea otro caso de nostalgia por la modernidad y sus promesas aun por cumplir.
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